Por José Emilio Ortega y Santiago Martín Espósito (*)
En 2015, fueron 244 millones los migrantes internacionales -63 millones (26%) son forzados-; 41% más que en 2000; 144% más que en 1993.
El incremento (3,27% de la población mundial de 2018 contra 1,76% en 1995) transmutó la dinámica de numerosas sociedades nacionales y comunidades regionales e impactó en dos pilares del sistema: la soberanía y la ciudadanía.
El concepto weberiano de Estado escora en un océano crispado, tormenta perfecta empujada por tensiones entre población, territorio y monopolio de poder.
La ciudadanía se replantea: desde su contemporánea absorción jurídica de la nacionalidad, para muchos debería regresar a su primera (e inversa) formulación.
Es generado en diez países 34% de emigrantes (82 millones). Los primeros: India, México, Rusia y China. La decena que concentra mayor inmigración suma 125,3 millones, y 46,6 millones de ellos (37%) se dirige a EEUU.
¿Por qué ocurre? No sólo por mejores trabajos.
Violencia, indigencia, catástrofes ecológicas, hacinamiento son determinantes. Y no se asume la dificultad estatal para abordar la inmigración.
El neoliberalismo de fronteras abiertas para el comercio, luego de la Guerra Fría, soslayó el capítulo; hoy considera el movimiento migratorio como “exceso de la globalización” y amenaza externa, justificando su detención por vías jurídicas (criminalización) o físicas (muros). Mientras crecen las vías informales o clandestinas y las desgracias: durante 2016, el mar Mediterráneo se tragó a 5.000 emigrantes, y la frontera mexicano-estadounidense se cobró otras 5.700 vidas.
La pared
Donald Trump planteó en campaña electoral su propuesta de muralla entre su país y México para bloquear migrantes y tráfico ilegal. Veterano self made man que comenzó su carrera en 1975 con promocionados desarrollos en Nueva York, manteniendo vigencia por las décadas siguientes entre hoteles, divorcios y entertainment, el candidato apuntó al estómago de los votantes con su lema “Haremos un hermoso muro y se lo haremos pagar a México”.
No era novedad. De los 3.180 kilómetros de frontera entre ambos países, mil ya están tabicados -presidencia Clinton-. Pero el anuncio (que tuvo 36% de aceptación inmediata en EEUU) y su repetición bastaron para que de un lado y de otro de la frontera la pared se tuviera por construida.
Políticos e intelectuales lanzaron su iracundia. Decía Leonardo Arellano (diplomático y escritor), en 2017: “Trump va a construirlo. La forma que adopte es irrelevante”.
Lo imaginó de piedra, concreto, alambrado o electrificado. El muro estaba allí.
Jorge Volpi se despachó en su panfleto Contra Trump (compilatorio de artículos) tratando de alertar contra los muros mentales, como él aclara, aunque finalmente le construye unos centímetros más a la densa barrera. Del otro lado, ídolos de Hollywood, emblemáticos figurones neoyorkinos y la dirigencia convencional, con sus diatribas, siguieron echándole ladrillos. Las entrañas de miles de trabajadores, endeudados y aun de inmigrantes con papeles, aliviadas.
Instalado en la Casa Blanca, Trump siguió jugando el juego. Intransigente, ridiculizó al presidente Peña Nieto obligándolo a rechazar que México pagaría el inexistente muro. Después de torcer inversiones de empresas norteamericanas en México y regresarlas al país, como las de la automotriz Ford, o proponer impuestos a las remesas enviadas por trabajadores inmigrantes a sus destinos de origen, Trump ratificó el muro en 2018 (el presupuesto sólo prevé financiamiento mínimo), indicando que el pago mexicano podría ser “indirecto”.
En febrero se canceló un entendimiento telefónico cuando Trump no aceptó un pedido de su colega para moderarse. Recientemente, el presidente estadounidense se fotografió frente a ocho prototipos de muralla construidos en California (frente a Tijuana), provocando a dos bandas: los defenestrados mexicanos y el gobierno estatal de Jerry Brown, opositor a la iniciativa. Dijo el presidente: “Cuanto más grande, mejor (…) vamos a parar el 99% (de tentativas de cruce)”. Y la construcción sigue.
Cruzan esa frontera alrededor de un millón de personas por día y 300 mil vehículos (70 mil son camiones). La economía mexicana saca por ella 57% de su producción. Sólo frente al estado de Texas hay 28 puentes o cruces internacionales.
Mientras algunos aducen que por obstáculos burocráticos, diplomáticos, ambientales, presupuestarios o logísticos el muro de Trump nunca se construirá, indefectiblemente éste avanza en la conciencia de millones de mexicanos y estadounidenses. Las 611 mil personas detenidas intentando cruzar en 2016 se redujeron a 318 mil en 2017. La disuasión puede haber influido.
El discurso xenófobo plantea problemas visibles y ofrece soluciones simplistas, políticamente cuestionadas, pero efectivas emocionalmente. Que se plante un muro, aun como concepto, resultó más tangible que las habituales digresiones sobre inclusión, cooperación, crecimiento o justicia social.
Fuera de la retórica, el gobierno de EEUU propone desmantelar el programa de acción diferida para los llegados en la infancia (DACA), mecanismo efectivo para la protección de inmigrantes indocumentados; y anunció el despliegue de tropas de la Guardia Nacional, cuerpo de reserva bajo el control estatal: 400 efectivos para Texas y Arizona, de 4.000 autorizados (Bush llegó a desplegar 6.000, en 2006, y Obama 1.200 en 2010), insistiendo en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
La política migratoria es un punto fuerte de Trump; cerca de las elecciones de medio término, el presidente sube la apuesta.
¿Defensor del paradigma estatal? ¿Protector del nacionalismo estadounidense?
No parece más que la aplicación de su histórica receta: salvarse a sí mismo.
La patética política del siglo XXI, por ahora, no ofrece mucho más.
(*) Profesores UNC