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Tributo a los abogados en tiempos de la abogacía telemática

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Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet

El pasado día 29 de agosto hemos recordado, cada uno como ha creído conveniente, el Día del Abogado. Yo lo he hecho reflexionando no sólo sobre el rol y función de los abogados en la compleja vida posmoderna que nos toca vivenciar, sino también haciendo eje en la manera como ellos ejercen la abogacía y los desafíos que emergen para la mencionada práctica profesional.
Desde este último punto de vista, quiero en la ocasión traer algunas reflexiones para los tiempos que corren, signados por las profundas transformaciones que en la manera de cumplir el ethos profesional se tienen; advirtiendo de que quizás todavía ellas no se han visualizado en su completitud por todos. Pero, sin duda, estamos frente a cambios copernicanos que, en nuestro parecer, ponen fin a un modo anterior y, como es propio, inauguran otro, del cual tampoco podemos conocer la deriva que habrá de tener.
Como corresponde, toda transformación profunda produce malestares, incertidumbres y también rechazos. No hay cambios de ninguna especie que resulten indiferentes a quienes quedan atrapados por ellos.

Por tal razón, es siempre un desafío saber de qué manera el actor de la profesión se monta en los cambios. Mas lo que tiene que comprender el abogado de este final de década del siglo XXI es que, por fas o ne fas -para decirlo en la tiránica expresión de Schopenhauer-, ellos inexorablemente habrán de suceder y que son dos las opciones que se tienen en frente. Por un lado, los que advierten y reconocen dichos cambios y entonces se ajustan a ellos tanto como puedan; o -por el otro- indefectiblemente quedar al margen de ellos, y que es algo más que quedar fuera de los cambios. Quedará dicho abogado operativamente al margen de la posibilidad real del ejercicio profesional.
Que a muchos de nosotros nos resulte más amigable y deseable un ejercicio abogadil más cercano a la misma humanidad de las cuestiones, es totalmente cierto. Sin embargo, esa dimensión romántica de la abogacía está lejos de poder ser realizada; los tiempos hoy son escasos, los problemas por los cuales se litiga son incalculables y la necesidad de que los conflictos se resuelvan con alguna inmediatez es crucial. Son, los dichos, algunos de los emergentes para las transformaciones a las que estamos asistiendo en muchos poderes judiciales, entre los cuales se cuenta activamente en nuestro país el de la Provincia de Córdoba, especialmente en materias civil y comercial.
Algunos abogados ni siquiera terminan de advertir de que el tiempo que malgastan negándose a los cambios es infinitamente superior al que les demandaría incorporarse a ellos. Mas la historia ha mostrado que las reacciones furibundas a las transformaciones son la sintonía fina de la entidad de la transformación a la cual se asiste.

Consideramos, por esta misma razón, una abogacía ejercitada cada vez con mayor asistencia tecnológica digital e informatizada para lo relativo a los trámites del proceso judicial, con una cada vez más concentrada cooperación de la inteligencia artificial que permita orientar sobre los resultados que los pleitos pueden tener en términos estadísticos. Junto a todo ello pensamos una relación abogado-cliente menos marcada en los compromisos personales y afectivos pero potencialmente con rangos de mayor competencia profesional en términos de destreza procesal y conocimiento del derecho y, también, con una mayor responsabilidad ética.
Lo último que he indicado será el aspecto que habrá de compensar y dar aseguramiento a la condición trascendente que la abogacía tiene en la sociedad, en tanto acción transeúnte ejercitada por el hombre, en la cual encierra su misma dignidad el trabajo que con ella es cumplido.
Pues el abogado de nuestro tiempo, cada vez será menos empático y más próximo a una suerte de cientista de la abogacía; a quien se le podrá requerir y reclamar mayor competencia técnica pero a la vez se le deberá disculpar su falta de atención personalizada a los problemas humanos en los que interviene.
Todo lo cual importará, como tal, un debido reacomodamiento de las cargas profesionales y de los diferentes parámetros del comportamiento profesional; que incuestionablemente deberán ser cumplidos con máxima responsabilidad ética, tal como corresponde a una profesión social como sigue siendo la abogacía. Ello, con total independencia de su mayor grado de cohabitación tecnológica que pueda tener el ideario realizativo profesional en los tiempos actuales.

Oportunamente y en otro lugar describimos cuáles fueron los motivos por los cuales quedaron así encasillados los diferentes hitos de la práctica profesional: i) el retórico-oratorio; ii) el humanista y culto; iii) el deseoso de justicia, y iv) el del respetuoso y amigable trato con los jueces y de virtuosismo ético, expuesto en magníficos decálogos. A dichos momentos significativos y también acumulativos en muchos de sus aspectos debemos sumarle este otro, que empieza a vislumbrarse y que precariamente nombro como de la “e-abogacía” y, por ello, con grandes desafíos de una abogacía telemática.
Frente a este modelo, de la misma forma como siempre fue necesario de los abogados un apego a los comportamientos virtuosos y ejemplares, en los tiempos de la e-abogacía aquéllos son todavía más indispensables que antes. Justamente porque el entorno informático para la tramitación de las causas habrá de trasladarse de modos diversos también a la relación abogado-cliente y, por ello, el vínculo profesional tenderá a ser más impersonal -fruto de la construcción tecnológica que lo estará rodeando-, por lo cual tendrá que ser compensado con una mayor responsabilidad ética en el ejercicio de la práctica profesional.

Conocemos también acerca de eventos y circunstancias que en los últimos quinquenios nos han mostrado que a veces la abogacía parece haber perdido el norte de su mismo ser; ello nos atemoriza de cara al futuro. Mas también digo que son las nuevas generaciones de abogados las que tendrán que asumir el desafío de volver a las viejas y mejores glorias, aunque con las nuevas preocupaciones y herramientas que el tiempo actual impone.
La melancolía por una práctica profesional romántica de la abogacía no puede condenar al inmovilismo el ejercicio y los procedimientos; pero los métodos tecnológicos tampoco pueden hacer desaparecer, en homenaje a la eficacia y eficiencia, la ética de la abogacía o colocarla como una cuestión disponible y dispensable.
Por el contrario, vuelvo a señalar: la práctica profesional bajo el signo de la telemática y de la e-abogacía tiene como máxima garantía de realización al cibernético abogado, quien habrá de litigar con pocas visitas a los tribunales, con mucha indiferencia por los rostros y nombres de quien recibe sus escritos y, en muchas ocasiones, ni siquiera conocerá personalmente a su cliente sino a través de entrevistas por alguno de los tantos medios virtuales disponibles y completando las presentaciones formales mediante la firma electrónica. Es justamente todo ello lo que pone de relevancia y trascendencia el valor de la ética del abogado como lo único que sigue siendo impertérrito en su misma vigencia y es denominador común siempre.
Podrán cambiar los códigos, las formas procesales, los modos de la litigación, la tecnología puesta a dicho servicio y tantas cosas más; sin embargo, la ética de la profesión estará allí igual. Indeleble ante el tiempo.

Para todos los abogados, en especial para quienes conforman la generación del milenio -los millennials-, también conocida como la “generación Y”, entre quienes está mi hijo Mariano, mi mayor deseo de éxito en la magnífica empresa que tienen por delante de poder seguir contribuyendo a la grandeza de la digna vocación por la abogacía, de la que yo me he apropiado en su esencia hace ya varias décadas aunque cumpliéndola intentando dar justicia y no exigiéndosela a los jueces.

A ellos, jóvenes abogados, les recuerdo -porque quizás nunca lo leyeron- lo que sí nuestros mayores nos enseñaron junto con el moderno Decálogo de Eduardo Couture, este otro, de Ángel Ossorio, escrito en su obra El alma de la toga, que ya figuraba en la primera edición española de aquel fabuloso libro, que por esta contribución también hemos querido recordar los cien años de su primera edición: junio de 1919.
El Decálogo dice: “1) No pases por encima de un estado de tu conciencia. 2) No afectes una convicción que no tengas. 3) No te rindas ante la popularidad ni adules la tiranía. 4) Piensa siempre que tú eres para el cliente y no el cliente para ti. 5) No procures nunca en los tribunales ser más que los magistrados pero no consientas ser menos. 6) Ten fe en la razón, que es lo que en general prevalece. 7) Pon la moral por encima de las leyes. 8) Aprecia como el mejor de los textos el sentido común. 9) Procura la paz como el mayor de los triunfos. 10) Busca siempre la justicia por el camino de la sinceridad y sin otras armas que las de tu saber”.

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