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Tres testamentos para un sable corvo

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Por Luis R. Carranza Torres

Pocos objetos son más emblemáticos de José de San Martín que su sable corvo. Se trata, además, de un objeto que pinta algunas facetas no muy visibilizadas sobre su persona. Por ejemplo, el haber sido devoto de los nuevos avances bélicos, ya fuera en armas, tácticas u organización. De allí que, venido al país y encomendado a formar una unidad de caballería, la estructuró al uso napoleónico francés y no al español. 

Por eso mismo, estando en Londres en vísperas de embarcar para América y sumarse a la causa de la emancipación, adquiere un sable mameluco en una tienda de anticuarios en ese año de 1811. Era la avanzada de la época, como nos dice María José Solano en la nota “Los sables que llevaban los hombres que lucharon”, publicada en Zenda en mayo de 2019: “Después de la campaña napoleónica de Egipto, en toda Europa proliferaron sables con hojas muy curvas, y normalmente sin vaceos, al estilo de los shamshirs que portaban los jinetes mamelucos, combinados en ocasiones con guarniciones a la europea”.

En el caso del adquirido por San Martín, tenía un siglo de antigüedad al momento de ser comprado por don José. Nada se sabe de su historia previa. Sí que era un arma bastante distinta de los sables que había usado en el ejército español. En tal sentido, probablemente su primera arma de este tipo fuera el sable para tropa de infantería en uso durante el reinado de Carlos IV, siendo cadete en el Regimiento Murcia. De latón y hoja recta con una cazoleta de dos lóbulos con galluelo y vaina de cuero con brocal y contera de latón dorado.

Claro que, al momento de su cese en el ejército español, eran de uso los sables de poco menos de kilo y medio, basados en los sables reglamentarios ingleses, en particular el modelo 1807, y con influencia oriental en lo curvo de la hoja. Su empuñadura por lo general era de estribo de hierro en “P” de frente muy amplia con vaina de hierro.

Se entiende que es San Martín el primero en introducir ese modelo de sable corvo en América del Sur.

Varios actos testamentarios dispondrían de su suerte, otorgándole creciente importancia. Si bien en el testamento fechado el 23 de octubre de 1818 en Mendoza, ante el escribano del Cabildo con el gobernador intendente de Cuyo, coronel mayor don Toribio de Luzuriaga, y el militar de igual grado don Hilarión de la Quintana y Fray Luis Beltrán por testigos, no lo nombra de forma expresa, en tal pieza documental se lee que “don José de San Martín, Capitán General y en Jefe del Ejército de los Andes”, residente en el presente en Mendoza pero “estando en próxima partida para la Capital de Santiago de Chile”, a fin de preparar la expedición al Perú, decide testar y en tal sentido, entre otras cláusulas, dispone que “las armas de su uso se repartan entre sus hermanos políticos”. Es decir, los hermanos de Remedios, Mariano y Manuel, ambos de los primeros oficiales que tuvo el Regimiento de Granaderos a Caballo.

La ausencia de una referencia particular guarda relación con otro hecho posterior. Luego de su renunciamiento en Perú frente Bolívar, el sable queda en Mendoza al cuidado de doña Josefa Ruiz Huidobro en tanto el Libertador parte a Europa.  

Tal vez por ser un objeto de su uso cotidiano, connatural, le pasaba desapercibido. Si es así, el tiempo en Europa cambió su perspectiva. Con motivo del viaje de 1837 de hija y su yerno Mariano Balcarce al Río de la Plata, San Martín les escribió desde París para solicitarles que le llevaran: “Mi sable corvo, que me ha servido en todas las campañas en América y servirá para algún nietecito si es que lo tengo”. Al volver a sus manos, lo colgó en su cuarto. 

A su muerte en 1850, en virtud de la cláusula tercera de su último testamento, dado en París el 23 de enero de 1844, le es entregado “al General de la República Argentina, Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido, al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataron de humillarla…”.

Mariano Balcarce se lo envió y Juan Manuel de Rosas conservó el arma como una reliquia dentro de un cofre en cuya tapa hizo colocar una placa de bronce donde estaba grabada la cláusula testamentaria.

Luego de su caída en 1852, Rosas lo llevó consigo a su exilio en Southampton. Al morir en 1877, de conformidad a la cláusula art. 18ª de su testamento, realizado en Southampton el 30 de agosto de 1862, se dispuso: “18ª -A mi primer amigo el Señor Sn. Juan Nepomuceno Terréro, se entregará la espada que me dejó el Excelentísimo Señor Capitán General Dn. José de San Martín (“y por lo acompañó en toda la guerra de la Independencia”) “por la firmeza con que sostuve los derechos de mi Patria”. -Muerto mi dicho amigo, pasará a su Esposa la Señora Da. Juanita Rábago de Terréro, y por su muerte a cada uno de sus hijos, e hijas, por escala de mayor edad”.

De tal forma llegó a su hijo político Máximo Terrero que vivía en la capital inglesa junto a su esposa Manuelita Rosas, ocupando el sable un sitio de honor en la casa. Pero en 1896, Adolfo P. Carranza le escribe a Manuelita como primer director del Museo Histórico Nacional que fundara, solicitándole donara esa “aquella espada redentora de un mundo” al museo. 

Manuelita contestó señalando que su esposo (quien era el verdadero legatario), había decidido donar a la Nación Argentina “ese monumento de gloria para ella”, contando además con su entera aprobación y la de sus hijos Manuel Máximo y Rodrigo Tomás. 

Poco después, el 4 de marzo de 1897, el sable pasa a formar parte del patrimonio del Museo. Se le exhibirá allí en lugar de honor hasta el presente, con la salvedad de los años que van de 1966 a 2015, en que estuvo depositado en el Regimiento de Granaderos a Caballo.

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