lunes 4, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Traficantes de granos y explosión demográfica

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Los viejos manuales de geografía humana y de los recursos solían enseñarnos que el desarrollo de las naciones estaba fincado en el equilibrio natural de las poblaciones. Sin embargo, el problema de la superpoblación surge cuando ese equilibrio se rompe por cambios ambientales o por la disminución/desaparición de individuos de otras especies y la invasión de su nicho ecológico por otras que representan a sus enemigos naturales.

Esa misma fórmula utiliza la mayoría de los demógrafos para explicar las razones por las que el exceso de población es un problema sin solución a la vista. Plantea conflictos de gravedad inusitada para los países en vías de desarrollo, ya que destinan más recursos para alimentar a una población en crisis, en vez utilizarlos para favorecer el desarrollo del país y, así, mejorar su calidad de vida, con el consecuente aumento de la pobreza, las enfermedades y los conflictos.

La bomba demográfica está lista para estallar. Las siete mil millones de personas habitan el planeta reflejan el crecimiento exponencial de la población. Ése es uno de los factores que somete al hambre y la sed a millones de seres humanos en África y Asia. El calentamiento global, la lluvia ácida, la gestión de los residuos y el riesgo de contraer epidemias de una población mal alimentada y carente de toda cobertura de médica son las consecuencias inmediatas de la tragedia. Encontrar paliativos es la tarea ciclópea que han asumido cientos, miles de organizaciones no gubernamentales.

Razón por demás significativa para promover una vez más el debate acerca de qué hacer frente al crecimiento exponencial de la población. Problema que se ha venido debatiendo desde hace casi dos siglos, sin encontrar las recetas adecuadas para superar los desequilibrios existentes. Fundamentalmente porque la distribución de los alimentos ha quedado en manos de cinco grandes corporaciones multinacionales que se han transformado en modernos filibusteros.

El fenómeno no es nuevo. Siempre hubo un comercio con los cereales, anota Dan Morgan en su ya clásico Los traficantes de granos. Comercio que se inició cuando “los hombres empezaron a comer pan. Las antiguas civilizaciones de Grecia y Roma importaban el trigo de sus colonias, y el propio Sócrates reconocía que ‘nadie que ignore por completo el problema del trigo puede ser considerado estadista’. Desde el siglo XIV en adelante los comerciantes del Mediterráneo (bien pagados por los grandes duques de las ciudades-Estado de la costa) organizan embarques de trigo del norte de Europa, para ayudar en tiempos de hambre. Y en el siglo XVIII los comerciantes se reunían en los cafés de Londres para intercambiar informaciones sobre los precios del trigo de las fincas feudales de Polonia, al este del Oder, que afluía a Londres desde el puerto de Danzig.

Pero sólo en el siglo XIX llegó a su mayoría de edad el moderno comercio de cereales. El sur de Rusia y Norteamérica se convirtieron en los grandes abastecedores de trigo de las nuevas ciudades industriales de Inglaterra y el continente. La Revolución Industrial, que atrajo a decena de miles de granjeros, campesinos y peones europeos a las ciudades fabriles, alejándolos de sus fuentes de alimentos, creó una insaciable demanda de trigo. Y poco a poco el comercio internacional de artículos básicos –trigo para el pan, algodón para las telas y sebo para las velas- superó el antiguo tráfico de objetos suntuarios para los ricos (especies, marfil, sedas e índigo) que habían sido la principal actividad de los mercaderes hasta entonces. La creciente demanda internacional de trigo modificó las rutas comerciales del mundo. Los campesinos rusos transportaban trigo en carros de bueyes a Odesa, en el mar Negro, y los comerciantes de California cargaban grandes barcos con trigo en sacos y los enviaban en el viaje de 14.000 millas en torno al Cabo de Hornos y todo para que los nuevos obreros británicos pudieran comer pan de trigo.”

Desde ese instante fueron las corporaciones las que fijaron el precio de los cereales. Su situación de dominancia del mercado les hizo poderosas y árbitros de la política internacional. A pesar de que “se vean a sí mismas como neutrales en las modernas luchas ideológicas y políticas. Consideran que sus principales intereses residen en un mundo no ideológico, no nacionalista, en el cual el comercio no esté trabado por reglamentaciones, y su falta de identidad nacional las distingue de los primitivos imperios mercantiles. No es posible comparar a las modernas compañías cerealeras con firmas tales como Baring Brothers, la gran casa bancaria mercantil británica descripta por Richelieu, en el siglo XVIII, como una de las seis grandes potencias comerciales de Europa (junto con Francia, Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia)”.

Sin embargo, pese a esa seráfica declaración de inocencia, han actuado y actúan desde las sombras. Son, junto a las petroleras, determinantes a la hora de la formación de los gobiernos en los países en vías de desarrollo.

Los ejemplos se suman por cientos. Lenin cedió ante los predecesores de la Continental Granos, en los primeros tiempos de la Revolución Rusa, durante la gran sequía que asoló a Rusia entre 1918 y 1923. En 1926, le fue entregado el control del puerto de Odesa y el tráfico marítimo del mar Negro. Stalin, a su tiempo, entregó Georgia y Ucrania. Algunos historiadores sugieren que la deportación de millones de ucranianos fue para frenar la rebelión de los campesinos, cansados del espolio a los que sometía la empresa alemana.

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