Por Patricia Cóppola (*) y Lucas Crisafulli (**)
Entendemos que el poder penal no es otra cosa que la fuerza que posee el Estado para imponer sus decisiones al ciudadano en materia de derechos fundamentales como la vida, la libertad y la integridad física. Decisiones que pretenden, a su vez, proteger bienes jurídicos. El poder penal, puro y duro, se manifiesta drásticamente en el ser humano, como es el poder de encerrar a otro ser humano por buena parte de su vida.
La justicia penal es la única burocracia del Estado que se encarga de gestionar la pena. Para hacerlo, cuenta con órganos que investigan los supuestos delitos (los ministerios públicos) y otros que deben determinar la responsabilidad de las personas acusadas de haberlos cometido (los jueces). Para ello, gestionan el poder punitivo del Estado, sea de manera cautelar por medio de la prisión preventiva, o sustancial a través de la pena. Independientemente del nombre que se atribuya al ejercicio del poder punitivo (prisión preventiva, medida de seguridad, medida curativa, medida tutelar o pena), no es otra cosa que la aplicación de una aflicción de manera intencionada. Claro que el sentido de la pena se encuentra en crisis, sea por la ausencia de justificación de la sanción penal, por la descalificación de los fines retributivos o por la ineficacia disuasoria de los fines preventivos.
En contrapartida, entendemos los derechos humanos como herramientas que intentan evitar el dolor y el sufrimiento. Cuando hablamos de derechos humanos y su relación con el sistema penal, nos referimos a algo más complejo que el respeto por las garantías constitucionales. La tensión entre justicia penal y derechos humanos es aún más profunda si pensamos que aun en los procesos penales respetuosos de todas las garantías constitucionales, la tensión subsiste. Por más “civilizada” que sea aplicada una pena de prisión, en Argentina -y en toda América Latina- el mandato de las cárceles sanas y limpias no ha dejado jamás de ser una proclama vigente por su inefectividad. El viejo artículo 18 de la Constitución Nacional de 1853 conserva su interpelación al poder, pues la prisión es la cristalización de la forma como se aplica deliberadamente dolor a otro ser humano. No quisimos, no supimos o no pudimos construir otras opciones, no sólo penas alternativas sino alternativas a la pena, tal como nos enseñaba Nils Christie.
Max Weber define Estado como “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el «territorio» es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del «derecho» a la violencia.” Si en esta ya clásica definición sólo existe Estado cuando existe monopolio de la violencia física legítima, entonces el sistema penal es la epifanía estatal más evidente.
Si es verdad que el sistema penal administra dolor, también es verdad que no lo dejará de producir, más allá de las críticas que podamos formularle.
¿Existe en el mundo un sistema penal respetuoso de los derechos humanos? Sospechamos que la pregunta contiene una pequeña trampa que, tras una larga lista de bibliografía que tratan el binomio, esconde su más elemental contradicción. Si preguntáramos si existe una manera de aplicar la pena de muerte respetuosa de los derechos humanos, la contradicción sería mucho más palpable.
Tienen en común, tanto el sistema penal -tal como lo conocemos- como los derechos humanos, que se tratan de instituciones de la modernidad.
Así, como Foucault determinó que el reemplazo del patíbulo por la cárcel no fue la reforma humanista que pregonaba Beccaria, el reemplazo de la prisión por otras formas de control social no nos aseguran que éstas sean más respetuosas de los derechos humanos o, por lo menos, no nos prometen que sean menos violentas que la prisión. Algunos ejemplos actuales -como la castración química y otros tantos que nos trae la ciencia ficción, como el método Ludovico de aversión ficticia de la novela La Naranja Mecánica– nos obligan a estar alertas acerca de ciertas propuestas de reemplazo de la prisión por otras formas de control social formal, como parte de una (nueva) distopía punitiva.
En las largas reuniones para pensar, escribir, editar y corregir este libro, nos mirábamos y surgía siempre la siguiente inquietud: ¡hace tanto que, con relación a los derechos humanos y el sistema penal, las demandas e interpelaciones son las mismas! Casi como una revelación, se nos apareció este fragmento de Julio Cortázar que utilizamos como epígrafe de todo el libro: “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo.”
Los temas aquí no son nuevos, son las viejas batallas que nos convocaron desde el retorno de la democracia. Pero aquí estamos, nuevamente, intentando interpelar al poder y, si “todo está perdido”, empezamos de nuevo, como propone Cortázar. Además, no estamos solos. Y ésa es una de las tantas razones que nos hace suponer que no todo está perdido.
(*) Integrante de la comisión directiva del Inecip. Abogada y docente universitaria
(**) Abogado. Miembro del Observatorio de Prácticas en Derechos Humanos de la UNC