Por Florencia Rusconi (*)
El 11 de septiembre, a 135 años de su fallecimiento, recordamos a Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), presidente, gobernador, diplomático, militar, político, periodista y -por sobre todas las cosas- educador, ya que en todas las funciones que le tocó actuar en su gestión predominó el educador. Dio a la educación tal primacía, que, en la Conferencia Interamericana de Educación, integrada por educadores de toda América, celebrada en Panamá en 1943, se estableció el 11 de septiembre como el Día del Maestro y en su imagen se corporizó el homenaje a todos los maestros de América.
Su figura adquiere hoy una relevancia sobresaliente, dado que nuestro país atraviesa momentos difíciles, en los que los valores éticos y morales están en crisis y la educación es desatendida y maltratada. Por estos motivos, bien vale recordarlo, ya que luchó contra la barbarie, a favor de la civilización y lo hizo por medio de la educación y la pluma.
Cabe destacar que Sarmiento profesó siempre el culto del respeto al extranjero, sobre el cual habla a menudo en sus obras, y quizás sea esto uno de sus principios que distinguió su personalidad, creciente como la de una montaña colosal. Lo vemos como a los héroes de relatos fabulosos, luchado contra el monstruo de la ignorancia y hecho pie para que nos hiciera nacer como nación; se jactaba de haber descubierto que las palabras “argentino” e “ignorante” se componen de las mismas letras…
En su San Juan natal, después en Chile en su destierro -donde fundó la primera escuela normal- en sus viajes que realizó por Montevideo, Francia, Alemania, España, Italia, Inglaterra y Estados Unidos, Sarmiento no dejó nunca de aprender y enseñar.
Este “autodidacta vagabundo” tenía 35 años cuando viajó para conocer la civilización llamada cristiana.
Embarcó por primera vez a fines de 1845, de Valparaíso a Montevideo, de allí a Río de Janeiro y de allí a Ruan (Francia).
Luego se interesó por el estado cultural de España, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, que enjuicia con información histórica e independencia, con su país.
En su paso por Francia aprovechó para encontrarse con José de San Martín, quien vivía exiliado por propia voluntad en su residencia de Grand Bourg.
Recorre Argel, se desplaza por el mar de arena del Sahara montado en un camello, y allí encuentra analogías con su patria.
Apenas conoció los escritos de Horace Mann en Londres, sin recursos, contando las monedas, con sólo 600 dólares que le quedaban de los que le había otorgado el Gobierno de Chile para gastos de viaje, se embarcó rumbo a EEUU, especialmente a Nueva Inglaterra, a la que llamaba su “patria de pensamiento”.
Durante este viaje iniciático por EEUU se convirtió en un caluroso admirador de esa joven nación. “Veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, escribiendo y gozando de derechos políticos”, escribió en una bitácora de viaje alucinada.
Fue en 1847 que Sarmiento llegó a los EEUU. Desembarcó en Nueva York. Primero fue a Boston, a ver a Horace Mann, y además a su “patrón Saint”, Benjamín Franklin. Lugones identificó a éste como una de las influencias filosóficas más importantes de Sarmiento.
Su visita fue demasiado breve para alcanzar a respirar el necesario conocimiento de las cosas y para adquirir la perspectiva que detallaría en una normal amistad y comprensión.
Así asiste Sarmiento al nacimiento de instituciones educacionales que comportaban una revolución con respecto a las contemporáneas concepciones europeas de la cultura, por cuanto las nuevas ideas estadounidense se fundaban en un concepto democrático de la educación, cuyo órgano sería la escuela pública “común”, la que iba a garantizar una igual oportunidad social a los hombres y mujeres de toda condición.
En 1854 fue elegido diputado a la legislatura de Buenos Aires y -también- diputado por Tucumán al Congreso en Paraná. Renuncia a ambas distinciones por sentirse “provinciano en Buenos Aires, porteño en las provincias, y argentino en todas partes.”
En 1857 y 1860 fue elegido senador y mientras tanto se desempeñó como jefe del Departamento de Escuelas. En 1860 fue miembro de la Convención Constituyente y al asumir Bartolomé Mitre la gobernación de Buenos Aires lo nombró Ministro de Gobierno.
Su actividad como embajador
No cabe la menor duda de que Sarmiento era un hombre excepcional y eso queda demostrado en la mayoría de los procesos históricos en los cuales tuvo participación. Un ejemplo lo constituye su actuación como embajador de Argentina en EEUU, ya que difícilmente podrá ser superado. Este cargo diplomático le fue ofrecido por el presidente Bartolomé Mitre en el momento en que la Argentina moderna estaba en vías de construcción; todo el mundo se habría dado por satisfecho si solamente hubiera dado a conocer el país en formación pero, obviamente, hizo mucho más que eso.
Fue a Washington en calidad de ministro Plenipotenciario. Llegó al país de sus amores en mayo de 1865, esta vez investido con una función política, que le abrió todas las puertas; desplegó gran actividad en las esferas diplomáticas, científicas y literarias.
Su llegada a Washington coincidió con el fin de la guerra civil que ha enfrentado, durante cuatro largos años, a los estados del Norte contra los del Sur. En mayo de 1865, tres semanas después del asesinato del presidente Abraham Lincoln, Sarmiento se hizo cargo de la embajada.
Una de las primeras tareas a emprender por el embajador, fue comenzar a acumular material para poder redactar una biografía del presidente asesinado. Trabajó en tiempo récord y para finales de año tuvo redactado el libro que se publicó en 1866. Es prácticamente el primer estudio que se publicó en español sobre Lincoln y todavía puede leerse con interés y provecho.
Lo que más admiró Sarmiento del pueblo estadounidense fue el espíritu ampliamente mayoritario, luego del fin de la Guerra Civil, de terminar con la existencia de la estructura estamental, propia de todas las sociedades americanas. Es decir, eliminar los estamentos cerrados en los cuales se dividía la población y construir una sociedad más abierta y plural en la cual tuviera mayor vigencia el principio de que todos los seres humanos nacen iguales en derechos. A ese respecto, la abolición de la esclavitud fue algo que nuestro prócer admiró y aplaudió.
Además, concordaba plenamente con la idea de que el mejor instrumento para combatir las diferencias es dotar al país de un sistema educativo amplio y generoso gracias al cual puedan formarse todosm al margen de los orígenes, color de piel u otro tipo de discriminación. Son ideas que pudo llevar a la práctica, cuando -luego de ser embajador- se convirtió en presidente de la República Argentina.
Precisamente este ideario es el que mejor desmiente las acusaciones que lo tildan de racista y genocida, cuando en la realidad proyectó y construyó un sistema educativo abierto y obligatorio para todos. Es precisamente la existencia de las escuelas públicas lo que ha permitido a nuestro país ser uno de los estados menos discriminatorios de América Latina, aunque todavía queda un largo camino a recorrer para eliminar totalmente ese mal.
Admiró también el trabajo científico que se realizaba en las universidades estadounidenses, en particular en una de ellas, la Universidad de Michigan, con la que estableció largos y fecundos contactos que se prolongaron incluso hasta mucho después de su partida de los EEUU. Es esta universidad la que le proporcionó los astrónomos con los cuales creó el observatorio astronómico en Córdoba y la que -en reconocimiento a su producción académica- le otorgó a Sarmiento un diploma de doctor honoris causa, gesto que la mayoría de los argentinos se empecinó en olvidar prácticamente hasta el día de hoy.
Fue también con el apoyo de los universitarios y académicos de EEUU que pudo concretar la tarea de recibir en el país maestras de ese país dispuestas a trabajar durante largos periodos en Argentina, a fin de formar maestras criollas, que luego fueron las encargadas de enseñar a leer y escribir a nuestros niños. Las maestras que vinieron eran mayoritariamente de los estados del norte, pertenecían a la generación que tenía hermanos, novios, amigos, muertos en la Guerra Civil llevada adelante para abolir la esclavitud.
Eran maestras que estaban convencidas de alcanzar metas pedagógicas, pero también políticas, porque edificar un sistema educativo abierto a todos implicaba un fuerte compromiso que viene de lo ideológico y lo político.
El embajador Sarmiento supo observar todo con ojo experto, distinguir lo mejor que había en EEUU y vincularlo profundamente con nuestros intereses.
Fue durante este tiempo en el que estuvo en EEUU, cuando se enteró de la muerte de su hijo Dominguito, una situación que marcó el resto de sus días y que lo llenó de dolor. A pesar de esto, todavía Argentina no ha tenido otro embajador que se moviera con tanta destreza.
Su llegada a la Presidencia
Durante su estadía en EEUU, Sarmiento no cejó en su empeño por alcanzar la Presidencia de la República. Ése era un objetivo que jamás ocultó. A la distancia, estas ambiciones -restringidas por la lealtad que los protagonistas prestaban a la Constitución Nacional recién sancionada- permiten entender mejor el significado de la legitimidad constitucional en aquella Argentina primitiva; una brecha de cordura que se abría paso entre la guerra y las pasiones en conflicto.
Mientras Sarmiento permanecía lejos de Buenos Aires en la función diplomática, Aurelia Vélez Sársfield (hija del codificador) era quien le enviaba noticias e informaciones sobre todo lo que aquí ocurría.
Urquiza fue el primero en respetar el principio de la no reelección inmediata del presidente en ejercicio; más tarde, Mitre repetirá el mismo gesto sin vacilación alguna, al término de su mandato de seis años.
Ya cerca de las nuevas elecciones de gobierno de 1868, Aurelia se convirtió en la principal promotora de la candidatura de Sarmiento. Comenzó a escribir artículos periodísticos que firmó con pseudónimo masculino y fue una de las grandes difusoras de campaña del futuro “padre del aula”.
“La inteligencia de Aurelia no se limitaba simplemente a transmitir información o a realizar algunas gestiones. Alcanzó también a desbaratar intentos de boicot a esta candidatura que algunos adversarios urdieron usando a su propio padre”, comenta Bellota en su biografía.
Finalmente, la victoria llegó: Sarmiento se transformó en presidente de la Nación, hasta 1874. Asumió el cargo el 12 de octubre de 1868.
Dalmacio Vélez Sarsfield, por su parte, quien había ocupado el cargo de ministro de Hacienda durante la presidencia de Bartolomé Mitre, se convertiría en el ministro del Interior del período sarmientista. Sin embargo, Aurelia no logró demasiado reconocimiento. Según se dice, ayudó en su gestión y se hizo cargo de su correspondencia; pero se perdió la mayoría de sus textos políticos que habían afianzado el camino político de Sarmiento.
Sarmiento tuvo apoyos propios y agentes de fuste: el diario alsinista La Tribuna, que lanzó su nombre al ruedo en 1867; Lucio V. Mansilla y Arredondo, quienes manejaron la adhesión de algunos cuerpos de ejército; Manuel Ocampo; los mencionados Dalmacio Vélez Sársfield y su hija Aurelia, ésta eficaz corresponsal y confidente; los amigos políticos de la región de Cuyo y políticos ascendentes del interior afincados en Buenos Aires, como Nicolás Avellaneda. A ellos sumó el uso estratégico de la lejanía y la imagen de prestigio que había adquirido en el exterior: a principios de 1867, el American Journal of Education lo señaló como posible presidente y una publicación suiza lo incluyó en una lista de hombres de Estado, vivos y muertos, que se habían destacado en el curso del siglo.
El 12 de abril de 1868 se designaron electores de presidente y vicepresidente. Tal como se esperaba, el recuento preliminar no mostró ninguna mayoría clara: Sarmiento se afirmó en Mendoza, San Juan y San Luis (28 electores); Rufino de Elizalde, uno de los candidatos hacia el cual podían inclinarse las simpatías de Mitre, arrastró a Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca (32 electores); Urquiza obtuvo la confianza de Entre Ríos, Santa Fe y Salta (26 electores); y Adolfo Alsina retuvo exclusivamente a Buenos Aires (28 electores).
En 1868 triunfó su candidatura a la Presidencia con la fórmula Sarmiento-Alsina.
Su gobierno encaró múltiples conflictos: la guerra con Paraguay (terminada en 1870), las epidemias de cólera y fiebre amarilla y levantamientos militares, entre otros.
Sarmiento dejó EEUU antes de conocer el escrutinio definitivo del Congreso y llegó a Buenos Aires el 30 de agosto. De inmediato difundió sus ideas y su programa. Dijo: “Las escuelas son la democracia” y “necesitamos hacer de toda la República una escuela”.
El ideal de una política al servicio del conocimiento humano está contenido en este texto: la política como conjunto de derechos que protegen el desarrollo de la conciencia individual y de la razón pública; la política como estímulo brindado a los ciudadanos por medio de la educación para que dialoguen y confronten sus puntos de vista sobre cosas comunes. Sarmiento tenía la convicción de que este era el núcleo esencial de su programa: derechos individuales, libertad de conciencia, educación, ciencia y cultura, civilización agrícola.
Estos principios, provenientes de la vertiente ilustrada de una filosofía del progreso, convergían en una síntesis posible con los hallazgos materiales del fáustico siglo en que le tocaba vivir. El progreso era para Sarmiento una fuerza sujeta a la inteligencia humana que cobraba forma en escuelas, colegios, universidades, museos y observatorios, en el acceso masivo a la propiedad agrícola, en oleadas de inmigrantes que llegaban en busca del ascenso social, en el correo que sellaba con garantías inviolables la transmisión de la palabra escrita, en vapores que navegaban ríos interiores y se atrevían a surcar el océano, en ferrocarriles que atravesaban el antiguo desierto y en cables de telégrafos que achicaban distancias.
Sarmiento designó un gabinete en el que sobresalían Dalmacio Vélez Sarsfield -en el Ministerio del Interior- y Nicolás Avellaneda -en la cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública-.
Si no hubiera existido Sarmiento, habría faltado el elemento vivo, intermediario, necesario en ese contagio de civilización. Sin embargo, por otra parte, si no hubiera existido una nación poblada por una raza de alta vocación cultural y americana, además, que nos había precedido en la marcha del progreso, la acción civilizadora del “padre del aula” habría carecido de objetos tangibles para apoyarla y ratificarla.
La estatua en Boston
Al recorrer la arbolada avenida Commonwealth, en Boston, los argentinos se sorprenden al encontrar una obra escultórica consagrada a Sarmiento.
No debe resultar extraño que fuera Boston el lugar elegido para rendirle homenaje con una estatua. Esta afamada ciudad influyó en la definición del perfil que Sarmiento ambicionaba para las naciones sudamericanas.
En 1972, Carlos Manuel Muñiz, embajador argentino en Washington, se propuso recordar la figura de Sarmiento en EEUU erigiendo en Boston un monumento. Muñiz convino con el entonces alcalde de Boston, Kevin H. White, el emplazamiento de aquél en esa ciudad. White cedió para ello un espacio en la avenida Commonwealth.
El monumento fue inaugurado el 21 de mayo de 1973. En 1976, el entonces gobernador de Massachusetts, Michael S. Dukakis, hizo especial referencia al monumento al instituir en ese Estado el 11 de septiembre como Día del Maestro
Así, a los 135 años de su muerte, le rendimos el homenaje de nuestra gratitud, pues valoramos en él, al gran constructor de la República en tiempos singularmente difíciles, al genio de visión amplia que, por encima de las pampas en las que se debatía el problema de “civilización y barbarie”, miró hacia la cumbre del porvenir.
(*) Abogada. Docente jubilada de la cátedra de Derecho Internacional Público, Facultad de Derecho (UNC)