viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Santuarios de la Reforma Universitaria 1/3

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Hubo residencias particulares en el convulsionado año de 1918, el flamígero anfitrión de la Reforma Universitaria, que desempeñaron el rol de metas del peregrinaje de estudiantes quienes, en busca de consejo, esclarecimiento y -mucho más profundamente- de seguridad anímica y espiritual, asiduamente las frecuentaban.

Fueron una suerte de santuarios, cuyos moradores, pese a su relativa juventud, transmitían la energía necesaria para la continuidad de la empresa asumida. Todos ellos eran merecedores de admiración y respeto, todos poseían un ascendiente intelectual y un testimonio de vida que los convertía en modelos éticos para los bulliciosos cuanto idealistas universitarios en revuelta.

En Rivera Indarte 544, rodeada de todos los matices de la Seccional Segunda, tenía su casa Deodoro Roca, para 1918 un recién casado y nada menos que con la hija del rector defenestrado, el doctor Julio Deheza. Arturo Romanzini la define como “una señorial y vetusta casona, que irradiaba para los niños del barrio el misterioso encanto de sus leyendas”, especialmente por la existencia de escondidos túneles que concitaban excitante curiosidad.

En realidad, su padre, Deodoro Nicolás Roca, los había construido con orientación a las orillas del río, en previsión de eventuales apurones y como recurso extraordinario en caso de descubrirse las secretas reuniones políticas de las que participaba y orientaba en grado de dirigente, en tiempos de Juárez Celman.

El inicio de esos túneles se había convertido en sótano, que los Roca construyeron, y allí Deodoro Roca “en el subsuelo donde instaló su espléndida biblioteca, recibió con los brazos abiertos a cuantos agitadores, zaparrastrosos y comunistoides deseaban verle”, según refiere Manuel Gálvez.

El sótano de Roca fue un refugio cultural y político de convergencia. “El sótano es, durante más de veinte años -recuerda Humberto Castello- una especie de encrucijada para todos los encuentros, un punto de partida y de llegada”.

Allí, Deodoro Roca desplegaba todo su carisma, especialmente en horas de la noche, con su clima ideal, siendo informal anfitrión de dilatados cónclaves, durante los cuales ningún tema era evitado, hasta que el fervor de las charlas requería la renovación del aire fresco y se “prolongaba más tarde en el moroso vagar por las calles anochecidas”, al decir de Horacio Sanguinetti.

La agudeza, la visión prospectiva y el sutil humor de Deodoro hacían coincidir en ese bunker de reminiscencias coloniales lo más activo de la dirigencia estudiantil universitaria. Y no sólo a los animosos jóvenes de la Reforma sino a cuanta personalidad intelectual de ideas liberales llegara a Córdoba entre ambas guerras.

El mismo Horacio Sanguinetti, dedicado biógrafo de Deodoro, señala entre los visitantes a analistas sociales, escritores y artistas como el poeta republicano Rafael Alberti, el pensador español José Ortega y Gasset; el novelista y dramaturgo alemán Eduard Keyserling; el escritor y activista austríaco Stephan Zweig; el prestigioso penalista Luis Jiménez de Azúa; el norteamericano Waldo Frank; el filósofo novecentista Eugenio D´Ors; el sociólogo y jurista asturiano Adolfo Posada; el dramaturgo catalán Jacinto Grau; el doctor Víctor Raúl Haya de la Torre, quien fue presidente de Perú y gran difusor de los principios reformistas en América; el ensayista e historiador colombiano Germán Arciniegas; el gran tenor italiano Enrico Caruso; la aplaudida intérprete de Lorca, Margarita Xirgu; el pintor Lino Enea Spilimbergo; el plástico japonés Tsuguharu Fujita; el polifacético José Ingenieros y aquel “rebelde de Villa de María del Río Seco”, en palabras de Bischoff, que fue Leopoldo Lugones, para ser breves en las citas.

Es probable que en este leyendoso sótano, tras cambiar ideas, especialmente con Emilio Biagosch, por entonces estudiante de notariado, redactara el fundamental Manifiesto Liminar, dirigido “A todos los hombres libres de Sud América”.

Pero “el príncipe de la juventud bohemia”, como lo llamaba Enrique González Tuñón, no era un compartimento estanco en el colorido mundillo de la Segunda, y así disfrutaba visitando la colchonería de don Salomón, su vecino más inmediato, el de “figura como escapada de cuadro de un famoso pintor, que remataba la perilla de su rostro en tupida y blanca barba, de cuya espesura salía una clásica pipa de pescador”, como lo describe Romanzini. Don Salomón Colchonero inauguró, en aquel año de 1918, el primer local comunista de Córdoba, en un cuarto con algunas cuantas sillas desparramadas y una bandera roja ostentando en la puerta. Eran los tiempos de la Internacional Socialista. También solía mantener plácidas tertulias en la carbonería de Andreani, ubicada al 566 de la misma vereda de la casa de los Roca.

Otro lugar de encuentro auspiciado por la bohemia de Roca, éste mucho más bucólico, fue su casa de campo de Ongamira, donde el talentoso Deodoro, pinceles en mano, captó el enrojecido paisaje serrano con honda sensibilidad, acompañado a menudo por su primo de la misma edad, Octavio Pinto, una de las figuras más relevantes de la pintura cordobesa. Tenía 28 años.

(*) Abogado-Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera

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