El mundo, por estos días, conmemora el centenario del inicio de la enorme tragedia que significó, para la humanidad, la Primera Guerra Mundial. Una tarea compleja que lleva a participar de un debate del que deberíamos sacar jugosas enseñanzas, siempre y cuando los participantes logren remontar el límite de los prejuicios.
Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia
La guerra es un campo eminentemente humano. Refleja lo mejor y peor de nuestra naturaleza; también las de una sociedad que, enferma, busca colocar en el otro los males que le afectan. Los éxitos y fracasos militares tienen mucho que enseñarnos sobre la estupidez humana, mientras los filósofos y teóricos de la guerra insisten en que “el ideal estratégico en la guerra –ser sumamente racional y guardar el equilibrio emocional, pugnar por vencer con un mínimo de derramamiento de sangre y pérdida de recursos- tiene una aplicación y relevancia infinitas en nuestras batallas diarias.”. Alguna vez, con Juan Bautista Alberdi, nos ocupamos de los crímenes de guerra y la vocación asesina de las sociedades.
En ese enmarañado comportamiento colectivo aparece el conflicto cuyo origen se pierde en el fondo de la historia europea, producto de malos entendidos y rivalidades ancestrales. Esta fase del duelo dio comienzo inmediatamente después de que –el 18 de enero de 1871- se proclamó, en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, el nacimiento del Imperio Alemán. El orgullo francés se sintió profundamente herido. No sólo porque el ejército vencedor había hollado París y hecho flamear su bandera en el Arco del Triunfo sino por haberle arrancado, en el campo de batalla, un trozo de su territorio nacional: Alsacia-Lorena.
La esperanza de reconquistar los territorios perdidos dominó la política exterior francesa hasta el día del comienzo de la Primera Guerra, o al menos impidió toda aproximación con Alemania. Temían que Berlín se apoderara del escenario europeo e intentase consolidar su dominio sobre el vejo continente. Ésa fue la razón profunda que forjó la alianza francorrusa, cuya simiente habría sido echada en tiempos del Congreso de Berlín –aquel congreso que dividió África entre las potencias coloniales-, pero que no germinó hasta que se deshizo el acuerdo previo entre Moscú y la cancillería alemana. Esfuerzo que no logró restaurar el equilibrio europeo que, ciertamente, era un equilibrio inestable.
Los mapas de época son fundamentales para entender el clima de ella. El territorio continental estaba partido en dos bloques diferenciados: por un lado la alianza francorrusa, y por el otro la Triple Alianza, integrada por Alemania, el Imperio Austro-Húngaro e Italia, que mantenían una sorda rivalidad que se expresaba en constantes enfrentamientos en los territorios coloniales y en el campo económico y mercantil.
La agresiva presencia alemana, en plena expansión, no despertó, en principio, celos ni resquemores en Inglaterra. Pero la luna de miel tenía fecha de vencimiento. Tan pronto como este país se sintió perjudicado, el romance estalló por los aires. Lucharon sorda, calladamente, por el predominio en los mares. En Londres se encendieron luces de alarma. Debían defender la integridad de sus territorios y colonias como también la de los Estados protegidos por el Imperio Británico, que había sumado a su área de influencia tras férreos enfrentamientos con Felipe II de España, Luis XIV y Luis XV de Francia y Napoleón Bonaparte.
Alemania, por el contrario, había imaginado, en su lucha por recursos estratégicos y mercados para sus productos, enfrentar, de a uno, los intereses rusos, franceses e ingleses, porque “el sol baña a todos por igual”. Para ello le faltaba una tradición mercantil, por lo que se movió con torpeza. Nunca pudo concretar sus planes. Quizás por carecer de las sutilezas propias de la política internacional, razón por la cual se vio atenazada y optó por la del puño acorazado, cuestión que generó resistencias hasta en sus propios aliados, que se vieron intimidados ante la perspectiva de una nueva guerra.
Los amenazadores avances germanos de 1900 a 1914, según la biografía de Winston Churchill escrita por Raymond Cartier, hicieron que antiguos rivales como Gran Bretaña, Francia y Rusia se arrojaran el uno en brazos del otro. Churchill explicó así la impaciencia del kaiser: “Cuando deseaba sentirse como Napoleón, y ser como él sin tener que librar sus batallas. Si uno está en la cumbre de un volcán, lo menos que puede hacer es lanzar humo. Por lo tanto, el Káiser comenzó a hacerlo: una columna de humo durante el día, y el resplandor del fuego durante la noche, para todos los que miraban de lejos; y lenta y seguramente, estos observadores perturbados se unieron para su protección mutua (…) El mundo al borde de la catástrofe era brillante. Naciones e imperios, coronados con príncipes y potentados, se elevaban majestuosamente a cada lado, envueltos en los tesoros acumulados durante la larga paz. Todos encajaban y se afirmaban, aparentemente con seguridad, en una cornisa. Los dos poderosos sistemas europeos se enfrentaban entre sí, resplandecientes y sonoros en sus panoplias, pero con la mirada serena (…)
Más bien había un extraño espíritu en el ambiente (…) Se habría podido pensar casi que el mundo deseaba sufrir”.