Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
Días atrás se conoció un proyecto de ordenanza municipal que busca prohibir los azucareros y sobrecitos de azúcar en la mesa de los bares y restaurantes. Según sus autores, lo que se pretende es incentivar la utilización responsable del azúcar para el consumo humano por parte de los ciudadanos.
El proyecto prescribe: “En los establecimientos comerciales destinados a los rubros gastronómicos ubicados en el ejido municipal de la Ciudad de Córdoba, no estará a disposición de los consumidores azúcar en azucareros, sobres y/o cualquier otro adminículo que permita el uso discrecional de azúcar por parte del consumidor, excepto que expresamente él mismo lo requiera”. No se agota tal regulación en esta medida, va más allá ya que obliga, por ejemplo, a ofrecer bebidas sin azúcar a los establecimientos donde se realizan actividades deportivas, culturales, sociales y de recreación.
Entendemos que es rol del Estado velar por la salud pública; pero, consideramos un tanto exagerado y arbitrario el prohibir que se ofrezca azúcar en las mesas. Se podrá poner en duda la efectividad de la medida. Eso es algo contingente. Sin embargo, sí se puede poner en duda la medida en función de la limitación que consagra al derecho de elegir que tenemos los ciudadanos.
Claramente el Estado debe prohibir las conductas que dañen a otros. No obstante, hay una gran zona de penumbra respecto a su potestad a prohibir los comportamientos que sólo pueden afectar al sujeto que lo ejecuta. Decidir tomar o no azúcar es una decisión individual. ¿Es legítimo prohibirla? Incluso se da la paradoja de que muchos de los que aplauden esta decisión están a favor de la despenalización del uso de drogas. ¿No es esto un contrasentido? Sin dudas lo es.
Si somos una sociedad fundada sobre la base de la libre elección personal, la medida claramente es de corte autoritario. Por supuesto, lo es respecto de algo como ponerle azúcar al café en un bar. Alguno dirá que es algo nimio. De nuestra parte, preferimos utilizar la palabra “puntual”.
Lo que en realidad implica restringir o prohibir el “uso discrecional de la azúcar de parte del consumidor” es afectar la libertad de las personas. Y, correlativamente, adjudicarse la potestad, desde el Estado, de imponer una conducta.
No debemos olvidar que el “Estado paternalista” no es más que una forma soft de autoritarismo. Y no mezclemos, como hacen siempre algunos, eso con el deber de asistir socialmente a determinados grupo de riesgo o en condiciones de vulnerabilidad. Una cosa es ayudar desde lo público y otra, muy distinta, empezar a decir lo que la gente debe o no hacer, aun cuando haya buenas intenciones de por medio.
Por eso, este tipo de medidas públicas deben ser debidamente ponderadas y justificadas. No puede haber, y lamentablemente lo hay y mucho, amauterismo en cuando a fijar políticas estatales en materias tan delicadas como la salud o qué comemos.
En tal sentido, estas medidas son más bien decisiones que quieren caer bien, de pura propaganda y nulo efecto en la práctica, en función de ese sofisma que es “lo políticamente correcto”. Y se hallan, por ello, muy lejos de resultar políticas públicas serias y sanas. Antes bien, revelan una mentalidad en el actuar estatal de creerse con derecho a invadir arbitrariamente la esfera de las libertades de las personas, que no puede dejar de llamarnos la atención ni sernos indiferentes. O, en caso contrario, pronto puede ir, en idéntica línea, a cercenar libertades en aspecto más centrales que con la medida que comentamos.
* Abogado, doctor en Ciencias Jurídicas. ** Abogado, magister en Derecho y Argumentación Jurídica