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Privilegios y vacunación

SARAMPIÓN. El auge del movimiento antivacunas “resucitó” enfermedades consideradas erradicadas.
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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**, exclusivo para Comercio y Justicia

Contrariando las expectativas de todos, la vacunación contra el covid-19 presenta más dificultades de las deseadas. Aun cuando, en rigor de verdad, no se trata de cuestiones de fuerza mayor, imprevisibles ni mucho menos. Sea por logística inadecuada, escasez de vacunas u otras causas, todo se ve reflejado en el lento avance en el operativo de vacunación.

Dentro de este panorama, nos encontramos hace unas semanas -ya nos hemos referido a ello en otra oportunidad a ello-, con que un grupo de personas que no se encontraba dentro de las prioridades planteadas originariamente (personal de salud, mayores de edad, por ejemplo) tuvo la prerrogativa de vacunarse.

Algunos, como el caso de docentes universitarios, porque las autoridades dieron vía libre para que se vacunen pese a que, como en el caso que mencionamos, la modalidad del dictado de clases sigue siendo remota a través de la web, pero no son los únicos ya que hay casos de personas que, aunque mayores de 60 años, se vacunaron antes de aquellos que superaban largamente en edad. A ellos se les suma, como es sabido, aquellos que pudieron vacunarse gracias a su cercanía con el poder. Ambos casos son una clara muestra de privilegios carentes de toda justificación.  

Muchas veces criticamos la diferencia de trato que gozan algunos en desmedro de los derechos del otro. Entendemos que estas prácticas arbitrarias, además de contrariar manifiestamente el artículo 16 de nuestra Constitución Nacional sobre la igualdad ante la ley, generan en los miembros de la sociedad un desaliento y descreimiento tan profundo que afecta directamente su confianza en el sistema democrático mismo. Esto mismo fue reconocido por el destacado politólogo especializado en América Latina, particularmente en Argentina y Perú, Steve Levisky, quien con relación al vacunagate y sus efectos dijo: «No puedo imaginar una mejor manera de destruir la confianza pública que aprovechar la estancia en el poder durante una pandemia para dar vacunas a ti mismo, a tus amigos y a tus familiares».

Esta triste realidad nos recuerda la anécdota protagonizada por Jorge Luis Borges, narrada por Silvia Zimmermann en el diario la Nación. Cuenta la autora y escritora que una vez acompañó a Borges a renovar su pasaporte. Como había una larga fila para concretar el trámite tomaron su lugar en la cola, esperando como cualquier ciudadano de a pie que le llegara el turno para ser atendido. No faltó quien lo reconociera, y otra persona que esperaba, se le acercó y le dijo: «Maestro, permítame cambiar su lugar con el mío, que está más adelante. Para mí será un honor». A ello Borges respondió: «Muchas gracias, señor, pero prefiero seguir en mi lugar», agregando con su conocida ironía: «Es que si llegué más tarde que usted, es porque soy más perezoso». Hubo más insistencia de otras personas hasta que un policía se le acercó y le dijo que pasara a tomar asiento en una oficina contigua. A ello Borges respondió, fiel a su estilo discursivo: «Muchas gracias, pero prefiero esperar aquí; no quisiera perder mi turno por una distracción». 

Como señala Zimmermman lo que demostraba Borges con su actitud era su «respeto a los otros». En ese sentido remarcó: «Borges declinó un privilegio merecido que le dispensaba la sociedad con legitimidad. Otros, en cambio, se arrogan el derecho de ejercer un privilegio concedido entre bambalinas en un flagrante abuso de poder. Borges sintió la felicidad de ser ciudadano entre ciudadanos. Otros se vanaglorian de ser personal estratégico, no se sabe bien de quién ni para qué. He ahí la diferencia entre la grandeza y la mediocridad. Y puesto que el privilegio es la cuestión, oportuno es saber qué significa».

Nos quedamos con una frase: «La felicidad de ser ciudadanos entre ciudadanos». En nuestra sociedad enferma de ego e individualismo, se trata de una gratificación que muchos no entienden. No se comprende, en muchos sitios de nuestra sociedad, que una República rechaza los privilegios, los considera inadmisibles, incompatibles con su misma naturaleza, porque quiebran el esencial principio de la igualdad. Que no es ninguna carga sino la más preciosa de las garantías: ser tratado como cualquier otro, sin tener que temer que nada le sea negado desde la arbitrariedad ni tener que pedir un derecho que le asiste como si se tratara de un favor. No es poca cosa y, en definitiva, hace a la vigencia de un derecho humano básico como el de la dignidad de las personas. 

El acomodo, el «dedismo», el «saltarse el lugar en la cola», por el contrario, son prácticas propias de los gobiernos autocráticos. Aquellos que tienen súbditos a merced de un poder superior, y no ciudadanos que tienen a la ley como garantía frente a los abusos del poder, como en el Estado democrático de derecho. 

Como diría un popular animador televisivo, la cuestión es preguntarse «¿de qué lado estás, chabón?». Ello es igual a pensar en cómo uno quiere ser tratado por la autoridad, en qué país uno quiere vivir. Teniendo muy en claro que esa decisión, la real que practiquemos antes que aquella que podamos declamar, no dejará de tener consecuencias.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas

(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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