El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico define “plagio” como: “Suplantación de la autoría de una obra literaria, artística o científica” y también como: “Copia de una obra ajena con ánimo de obtener un beneficio económico directo o indirecto y en perjuicio de tercero”.
A su vez, uno de los mejores conceptos de lo que resulta una obra intelectual le ha dado Isidro Satanowsky en su clásico libro Derecho intelectual, entendiéndola como “una expresión personal del autor, original, resultado de una actividad del espíritu, con individualidad, que sea completa y unitaria, una creación auténtica e integral”.
El derecho intelectual es el más particular de los derechos de la persona: en parte “moral”, con el alcance que se confiere al término en los jurídico, en parte patrimonial. Nace individual pero limitado, para morir en el tiempo social o comunitario. Pues si bien las obras pertenecen a sus autores, se transmiten algo más limitadamente en sus sucesores para finalizar pasando a forma el acervo de una comunidad, que a veces desborda a las mismas naciones. No hay otro caso de mayor mutación en el tiempo de las facultades posibles de ejercer que en el derecho de autor.
Para dar un ejemplo, es lógico y justo que Miguel de Cervantes haya dispuesto y se haya beneficiado durante toda su vida de la creatividad puesta con papel con la novela de El Quijote. Es también de equidad que, a su muerte, sus deudos se beneficien de la obra. Han formado parte, por lo general, de ese contexto familiar en que ocurrió la creación. Que, tras eso, alguien pueda oponerse a la difusión de una obra que ha adquirido estatus de clásico por el paso de un extenso lapso de tiempo, como si fuera propia, ya no es nada justo ni equitativo. Pues también el autor, a la par de la propia creatividad, se nutre de elementos sociales como una lengua y una cultura.
Mabel Goldstein en su Derecho de autor, de 1995, marca al derecho de cita, es decir la facultad de transcribir hasta mil palabras en las obras literarias o científicas y hasta ocho compases de las obras musicales, como un “limitante al derecho de autor”, al que “debe agregársele el derecho de información”. Por su parte Edwin Harvey, en su obra de igual título, pero de 1997, encuadra como “limitaciones a los derechos patrimoniales del autor en el derecho argentino”, la facultad de cualquier persona de publicar con fines didácticos o científicos, comentarios, críticas o notas referentes a las obras intelectuales.
Debe destacarse en este punto que tanto en el derecho de cita como en el uso gratuito que se permite de obras con fines didácticos o científicos, y en la reproducción de noticias públicas, debe aclararse en tales utilizaciones la autoría ajena. Por ello, debe distinguirse el plagio de otras figuras dentro de los usos indebidos de la obra.
La cuestión también da, para decirlo en términos claros, para la “chantada”. Al lado de situaciones legítimas, existen plagiados que no lo son en lo absoluto, que litigan más por cuestiones de ego desmesurado que por asistirles algún derecho. Se ha llegado a querer reivindicar la propiedad intelectual de una idea o de un método matemático en forma pura, cuando resultan cuestiones expresamente excluidas por la ley Nº 11723.
No es raro que detrás de una obra, cinematográfica, literaria o musical de éxito, alguien se sienta plagiado. Como dice Umberto Eco, a quien lo acusó de plagio en El nombre de la rosa el escritor griego Kostas Sokrátus respecto de su novela Los excomulgados: “Cada vez que un libro tiene éxito, siempre aparece alguien que dice que él tuvo la idea primero”.
Algo de eso existe. Gabriel García Márquez, apenas aparecida en 2004 la que iba a ser su última novela, Memorias de mis putas tristes, varios medios de comunicación comenzaron a señalar similitudes con La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata. El tema no llegó lejos, pues se trataba de aspectos que no estaban relacionados con lo esencial de la obra. Se habló en su defensa, de simple inspiración. La diferencia con el plagio es que se toman elementos ya dados de otra trama, con giro de la historia, perspectiva o narrativa de modo original. Ulises, del escritor irlandés James Joyce, basado en La Odisea, de Homero, es un buen ejemplo al respecto.
En 2015, Jesse Graham, un intérprete de R&B, demandó a Taylor Swift por la cantidad de 42 millones de dólares, acusándola de plagio de su canción Haters gonna hate en el famoso tema Shake it off. Tras seis años en tribunales y tres demandas sin éxito, Jesse Graham lo intentó por cuarta vez, pese a serle vedado iniciar otra demanda luego de perder la tercera presentación. El nuevo intento, corrió igual suerte que los anteriores.
El 22 de agosto de 2014, el juez de Nueva York Alvin K. Hellerstein consideró que tanto la melodía de Shakira en colaboración con El Cata era un plagio de la canción Loca con su Tiguere, que el compositor dominicano Ramón Arias Vásquez dijo haber creado entre 1996 y 1998, presentando un casete con la grabación e incluso interpretándola en el tribunal.
Quien tenía los derechos de la obra era la productora Mayimba, con quienes la habría grabado. Mayimba inició la demanda contra Sony, El Cata y Shakira por daños, pero en 2015 se determinó que la canción registrada en el casete, había sido grabada en 2010 o 2011. Es decir, contemporánea cuando mucho, si no posterior, a la obra enjuiciada. La demanda no prosperó. No basta con la similitud sino también debe preexistir y, sobre todo, resultar una obra protegida.
Lo antes dicho no se contrapone al hecho de que el plagio existe. Sólo que, así como no es oro todo lo que reluce, en las cuestiones de autoría de obras, como en otras áreas del derecho, pululan las demandas, algunas sin sustento jurídico y otras, directamente, en fraude a la ley.