lunes 23, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

¿Nueva era de inestabilidad política en América Latina?

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“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, no el mar encubre. Por la Libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.” Don Quijote. Segunda Parte. Capítulo LVIII.

Por Silverio E. Escudero

Nuestro viaje permanente por los entresijos de la historia permite que arribemos a un puerto que enriquecerá nuestras visiones de vagabundo. No habrá esta vez en la bitácora referencias al paisaje, ni apuntes sobre el misterio que guardan sus callejuelas que recorremos sin la diligente gestión de nuestro guía.
Abundarán, en cambio, datos y referencias que remiten a lo más profundo de la tradición política regional y, quizás, descubrir las razones por las cuales somos incapaces de “soportar” un gobierno distinto a nuestros convencimientos. Razón que se supone suficiente para ser partícipes reales o imaginarios de amenazas, fregotes, levantamientos populares, rebeliones o golpes de Estado.
El golpismo es un tema pendiente de tratamiento por las ciencias sociales, la política y la historia. Las visiones que se tienen de ese fenómeno de la vida política son confusas. Aunque, por lo general, se les achaque un perfil conservador y confesional que viene a consolidar la alianza permanente entre la cruz y la espada que se forjó en los tiempos de la Conquista. Idea que campeó triunfante, en el siglo XX, de la mano de Leopoldo Lugones que en los campos de Ayacucho proclamó que había llegado “la hora de la espada”.
Abierta esa compuerta y destruida por imperio de la espada la democracia, los golpes de estado se sucedieron en América Latina sin solución de continuidad hasta 1936. En ese recorrido que va desde Chile, pasando por Perú, Argentina, El Salvador, Panamá, nuevamente Chile, Uruguay y Nicaragua, se militariza la región de la mano de los nacionalismos y los ejércitos se transforman en fuerzas de ocupación de sus propios países, mientras la libertad busca refugio en el liberalismo y la masonería, que extienden su manto protector.
Los juegos de la geopolítica se reflejaron en la política doméstica de los latinoamericanos. La Guerra Civil Española exacerbó los ánimos. Los católicos armaron su fuerza de choque y se lanzaron, embozados, contra los comités de solidaridad con la II República. Veintiocho ciudades de América del Sur les vieron dar muerte a cientos de hombres y mujeres libres y quemaron bibliotecas, clubes y salas filodramáticas, ataviados con uniformes de la Legión Española y escudados tras un palio donde se leía: “Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat!”, mientras daban vivas a José Millán-Astray.
Cuando las noticias de la Segunda Guerra Mundial notificaron del retroceso de las tropas del Eje y la idea de la derrota de Hitler se corporizó, la militaría latinoamericana se ofreció como refugio para los jerarcas nazi en fuga. Se abrieron, para ello, fortalezas y cuarteles mientras se pergeñaron nuevos golpes de Estado para garantizarles impunidad absoluta. Golpes sediciosos que dieron comienzo el 4 de junio de 1943 y que trajeron entre su menú la imposición de la religión católica como obligatoria en las escuelas, la persecución a judíos, la cárcel y tortura para comunistas y librepensadores. Receta que fue tomada a pie juntillas por los gobiernos de El Salvador (1944), Venezuela (1945), Nicaragua (1947), Venezuela, (1948), Costa Rica (1948), Perú (1948), El Salvador (1948), Cuba (1952), Colombia (1953) y Paraguay (1954).
Mientras eso sucedía, en todos los foros, en especial en las universidades estadounidenses, se preguntaban en palabras del historiador colombiano Eduardo Santos Montejo (que fue presidente de su país entre el 7 de agosto de 1938 y el 7 de agosto de 1942): “¿Contra quién nos armamos los latinoamericanos? ¿Cuál es la razón para que nuestros países se estén arruinando con armamentos costosísimos que jamás se podrán emplear?
Porque el crimen de la guerra internacional americana, de unos pueblos contra otros, sería uno de esos crímenes que no perdona el Espíritu Santo. Un crimen que nada explicaría, que nada justificaría fuera del interés personal de determinados individuos, fuera del monstruoso interés de los vendedores de armas.
Nosotros no tenemos ningún motivo para combatirnos; no tenemos sino motivos para acercarnos y para vivir fraternalmente (…) ¿Y tenemos acaso papel para desempeñar militarmente en los grandes conflictos internacionales del universo? Jamás. Eso es una tartarinada que se puede sostener durante cinco minutos.
En esta época de la bomba atómica, con estas armas fabulosamente costosas, con estos sistemas técnicos basados en miles de millones, ¿qué van a hacer nuestros pobres países, arruinándose en armamentos que en un momento de conflicto internacional no representarán absolutamente nada? ¿Entonces? Estaríamos creando ejércitos insignificantes en la vida internacional, pero aplastantes en la vida interna de cada país. Cada país está siendo ocupado por su propio ejército.”
El mayor, el incomparable valor de la historia es que advierte sobre la cercanía de las tragedias. Hoy, cuando asoma en nuestro continente una nueva era de inestabilidad política, nos aferramos a ella en busca de una salida. ¿Encontraremos ese rumbo?

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