Por Alicia Migliore (*)
La madurez trae esa persistente nostalgia del tiempo que se fue. Probablemente fuera ésa la causa de que una par de amigas afrontara una tarea compleja: reunir a las compañeras egresadas de la escuela primaria 50 años atrás. Diseñaron su estrategia y se dedicaron por completo para lograr la mayor eficacia.
Una escuela primaria supone una gran diseminación en escuelas secundarias con ofertas diversas.
Eso ocurrió con la Escuela “José Ingenieros” de Villa María: muchas dejamos de vernos después de aquel viaje de estudios para conocer el Túnel Subfluvial Hernandarias en plena obra, la ciudades de Santa Fe y Paraná y el río majestuoso cruzado en balsa. Eso no las disuadió: empezaron los primeros contactos para conseguir las listas de los dos grados de niñas que concurríamos por la tarde.
Se enfrentaron a duelos desconocidos porque varias habían muerto. Muchas se radicaron en distintas ciudades y provincias distantes. Fijaron fecha e insistieron. Buscaron confirmaciones que llegaron después de superada la sorpresa y los prejuicios: ¿quiénes éramos aquellas de entonces 50 años después? Estimulamos nuestra memoria buscando las caritas en las fotos grupales en las que predominaba el blanco de nuestros guardapolvos y de nuestras maestras. Fotos de la época que sólo reflejaban nuestra inocencia a los 12 años.
En la convocatoria se nos dijo que recorreríamos la escuela para almorzar luego en un lugar que habían contratado para que estuviéramos cómodas. Creo que todas fuimos con curiosidad y respondiendo a una empatía natural con quienes sostuvieron la convocatoria y la organización. Pero debo decir también que fuimos con la inocencia de aquellos años, desconociendo todo lo que encontraríamos al llegar.
Un sábado por la mañana se abrieron las puertas de un edificio que desconocíamos, porque nuestro último año debimos abandonar, por ruinosa, la construcción original y, después de escribir frases emotivas despidiendo las paredes que nos contuvieron desde el jardín de infantes, terminamos a contraturno en otra escuela que nos asilaba como refugiadas en horario de 10 a 16.
Estábamos en la vereda cuando llegaron fotógrafos, cuya existencia desconocíamos; y lo digo en plural porque una de ellas fue contratada por las organizadoras para que nos quedara el recuerdo. ¿Y el otro? Era del Diario del Centro del País y había sido convocado por el director del establecimiento.
Aunque la docencia es actividad predominantemente femenina, se reiteraba 50 años después la misma circunstancia: cuando egresamos, nuestro director era el maestro Olmedo Chacón, y quien nos recibió es el maestro Héctor Godoy.
Sábado por la mañana, el director organizó una visita guiada por ese edificio desconocido para la mayoría. Convocó a maestras para que nos acompañaran y desplegó una batería de ternura que nos hizo estremecer de emoción.
Nos mostraba “su” casa, señalando siempre que era “nuestra” casa. Emplazada delante de la dirección la carita pintada a lápiz de nuestra vicedirectora fallecida en funciones en 1966, Clara Echaniz de Negro, a quien despedimos formadas las niñas y los varones del turno mañana, porque allí dejó mucho de su vida.
Cada elemento de la escuela “vieja” a la que nosotras concurrimos fue destacado en su recorrido. Fuimos al mástil (que no movieron de su emplazamiento original) y nos invitó a izar la bandera mientras escuchábamos la eterna y conmovedora Aurora. Nos acompañó hasta el árbol más antiguo, señalando que esa mora negra conocida tiene más de 100 años, según expertos que la estudiaron. Contó su defensa, compartida por nosotras, para preservar el árbol aunque ensucie un poco el patio.
Y nos invitó a recorrer las aulas, que responden a las necesidades de los alumnos de hoy, con una jornada de seis horas. Reconoció el trabajo de la cooperadora, para contar con elementos modernos y seguridad para los niños. Cada aula con su microondas, su cañón y equipo de sonido. El laboratorio de ciencias naturales con sus vitrinas, tubos de ensayo y pipetas. El soporte de mapas de madera noble, de aquella vieja escuela; la gran mesa de madera oscura que fue recorrida por todas las manos de los maestros y alumnos que pasaron por la escuela desde su fundación en 1871. Su orgullo por una figura de San Martín erguido, que preside el Salón de Usos Múltiples, que fue pintado por el maestro Bonfiglioli.
Y cuando parecía que ya no tenía más para agregar, nos hizo pasar a la sala de música, donde además de instrumentos modernos, conservan el piano de la histórica escuela. Allí recordamos los concursos corales con la señora de Gutiérrez y nuestra actuación con la Canción de Cuna de Brahms. Como un mago, decidido a sorprendernos una y otra vez, llamó a Valentino, un niño próximo a egresar en quien proyectamos qué pequeñas éramos entonces. Y lo invitó a ejecutar para nosotras un par de fragmentos, después de los cuales entabló el diálogo con todas estas viejas en edad de ser sus abuelas. Desenvuelto, ante la mirada atenta de sus padres, habló y escuchó, estimulado por el director, quien lo alentaba a ejercer su libertad.
En el aula, se disculpó por las dificultades para encontrar una maestra que nos diera una clase magistral, ahorrando la referencia del curso ineludible de la vida.
Oscurecido el ambiente, las maestras proyectaron un breve video en el que se rescataba nuestro paso por la escuela. En él se ponderó el giro afectivo que significaba nuestra presencia.
Nos regalaron bombones y nos acompañó hasta la puerta, agradeciendo permanentemente nuestra visita, la primera desde que existe la escuela.
En el ingreso, con la dificultad de despedirnos, nos hizo reflexionar sobre el pensamiento de José Ingenieros inscripto en el frente del edificio: “La educación no cabe en los estrechos límites del aula”.
No nos alcanzaron las palabras para agradecer. Fuimos a almorzar y conversar para volver a conocernos, para saber qué habíamos hecho con nuestras vidas aquellas niñas de guardapolvo blanco. Encontramos mujeres fuertes, con enorme resiliencia para superar los mayores y diversos obstáculos que debimos enfrentar.
Agotadas por las emociones acumuladas en el cuerpo, emprendimos el regreso a nuestros hogares. La conmoción nos impidió el descanso y fue imposible detener nuestras mentes: la escuela nos llevó a la presencia de nuestros padres jóvenes, interviniendo en la cooperadora durante 15 años para posibilitar la nueva escuela, a nuestras experiencias en ferias de ciencias y algún premio regional, a un evento de fin de año filmado por el canal de televisión local, en el que participábamos todos los alumnos, como una réplica del carnaval brasileño, con gimnastas y bailarines…
Volvimos agradecidas por esa vivencia inesperada, los detalles y recuerdos que prepararon las anfitrionas, en una entrega incondicional de amor. Prometimos repetir la experiencia; al director se le ocurrió la maravillosa idea de organizar un museo de la escuela.
Más allá de todo eso, de regreso trajimos una certeza: nosotras tuvimos maestros que lograron lo mejor de nosotras porque nos dieron lo mejor de ellos. Se dice -y es cierto- que la educación está en crisis. Se buscan razones aisladas. La escuela está jaqueada y la comunidad educativa desorientada.
El director, las maestras, Valentino y sus padres nos probaron que en la escuela José Ingenieros sigue habiendo MAESTROS, con mayúsculas.
(*) Abogada-ensayista.
Autora del libro Ser mujer en política
Tal cual lo vivenciamos cada una, no podías reflejarlo mejor, gracias por expresar tan vívidamente esos momentos hermosos compartidos con tantas alegrías y algunas lágrimas de emoción surcaron nuestros rostros y otras de tristeza al descubrir la partida de algunas compañeritas y la tristeza de otras que contagiaron a nuestra almas. Pero rescato la gran alegría de ver hermosas mujeres triunfadoras y mi alma feliz tranquila. Graciassss compañerita hermosa por todo!!!??????