Por Alicia Migliore (*)
¡Qué problema vivir en una país donde todos se sienten fundadores! Más aún considerando que la ignorancia hace que, en muchos casos, se convalide la “nueva historia” que declaran y construyen.
Es tan inmediata y superficial la realidad que se analiza, que ha permitido a algún medio afirmar que el Papa recorre viviendas, imitando el timbreo del presidente Mauricio Macri.
Tan temeraria afirmación significa desconocer la historia de todos los partidos políticos argentinos que han recorrido desde siempre los caminos de pueblos y ciudades, para buscar adhesiones y adeptos que sostuvieran sus doctrinas. Con una fe y un empeño similares a los de los predicadores de diversas religiones.
Volviendo a este afán de obtener un lugar en la consideración pública, es notable observar cómo todo lo que se organiza se califica como “primera jornada”, “primer seminario”, “primer congreso”, desconociendo todo antecedente. Demostrando mayor osadía, vemos a políticos retirar placas de referencia de inauguración en obras trascendentales y reemplazarlas por otras que los incluyan, en refacciones, restauraciones, reinauguraciones, cuidando básicamente omitir referencias anteriores como modo de dificultar la investigación histórica y la memoria colectiva.
Algo similar ocurre en la historia general que nos toca vivir, que afecta de modo preferente a las mujeres que demostraron valentía. Si nos refiriéramos a los derechos humanos en general, deberíamos probablemente incluir los nombres de todas y cada una de las mujeres que existieron en el mundo y protegieron a sus afectos, aún a costa de su bienestar o su vida. Como toda generalización, no será feliz ni justa.
En esta nota hemos de focalizar la atención en la lucha por los derechos humanos que se violaron sistemáticamente en nuestro país en las décadas de los 70 y los 80. Numerosas fueron las organizaciones e infinidad las personas que se sumaron, por solidaridad en general o por una situación terriblemente trágica que los afectó de manera personal. Y las mujeres fueron sus protagonistas, cuyas figuras emblemáticas recorrieron el mundo en reclamo de justicia, paz y vida.
Así fueron las Madres de Plaza de Mayo quienes decidieron salir a las calles para reclamar la aparición con vida de aquellos seres que habían parido y eran parte de ellas mismas, y arriesgando sus vidas -tanto que muchas las perdieron- mostraron su lucha públicamente el 30 de abril de 1977, cuando se encontraron quienes clamaban por sus hijas o nueras embarazadas desaparecidas y decidieron agruparse y continuar las luchas y reclamos como Abuelas de Plaza de Mayo, en noviembre de 1977.
El tremendo dolor que enfrentaron ha permitido a las protagonistas sobrevivir para lograr el abrazo prolongado del hijo refugiado en el nieto recuperado, como testimonio vivo del mayor horror que como sociedad debimos padecer.
La violación sistemática de derechos humanos que ocurría en las sombras en nuestro país hizo que aquellos que accedían a alguna información corrieran la misma suerte que sus representados cuando obraban en forma individual, como fue el destino de numerosos abogados comprometidos con la causa, a quienes se les asignó el mismo trato: secuestro, desaparición, tortura, exilio o muerte. Igual suerte corrieron sindicalistas que no transaron con el poder omnímodo de turno y permanecieron fieles a la defensa de sus ideales. Y podría seguirse la categorización de las víctimas por su quehacer o filiación distinguiéndolos en infinidad de categorías. Aunque el denominador común que los ubicó en el sitio del espanto fuera su compromiso con los derechos humanos.
La historia oficial describe que las iglesias, el sindicalismo, los partidos políticos, tuvieron una actitud complaciente -sino cómplice- con el abuso de poder que arrasaba los derechos básicos de los ciudadanos. Y en esa generalización, poco feliz, se incurre en injusticias.
Como en todo tópico, es necesario hacer memoria de verdad para que haya justicia. Para ello, es necesario desplazarse del lugar común, de los espacios repetidos, de la cita fácil. Allí encontraremos un grupo osado que se reunió en la Casa de Nazareth el 18 de diciembre de 1975 y dio nacimiento a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), desafiando el Estado de sitio declarado en noviembre de 1974, que perduraría inhibiendo las garantías constitucionales hasta octubre de 1983.
En esa primera reunión, los fundadores imaginaron el nombre que sustentaría la misión y características del grupo. “Asamblea” se refería a un colectivo horizontal y plural de tratamiento y decisión; “Permanente”, a la continuidad, sin hiatos, de la tarea, con el foco puesto en la defensa y promoción de los Derechos Humanos.
A lo largo de 1975 habría más de 700 muertes producidas en secuestros, allanamientos ilegales y “enfrentamientos callejeros entre grupos rivales” y se reclamaba por la desaparición forzada de más de 300 personas, según registros de la Asamblea en medios periodísticos.
Esta Asamblea Permanente por los Derechos Humanos hizo su primera reunión pública en abril de 1976, cuando estrenaron el protagonismo del mando quienes, luego de compartirlo y ejercerlo en las sombras, habían destituido a las autoridades constitucionales.
Será esa misma Asamblea Permanente por los Derechos Humanos la que permitió que alcanzara trascendencia la primera lista pública de desaparecidos en 1977. Y en 1979, ante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fue la Asamblea la que presentó una lista documentada de 5.000 desaparecidos.
Tan importante fue la tarea desarrollada como la absoluta pertenencia a un colectivo horizontal en el que nadie intentó prevalecer en forma personal, que ambas cuestiones fortalecieron la templanza de cada integrante, para continuar desafiando el peligro constante día a día, durante años.
Toda la investigación fue entregada oportunamente a la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), cuyo informe Nunca más hizo posible desenmascarar el horror, llevando adelante el histórico Juicio a las Juntas Militares y todos los juicios por delitos de lesa humanidad que se desarrollaron con posterioridad.
Los mayores riesgos los corrieron quienes mayor información tenían, y eligieron el camino de la búsqueda de justicia con clarísima conciencia de aquéllos.
No habrá sido fácil para ese grupo de pioneros en lucha, integrado por los obispos Jaime de Nevares, Jorge Novak, Miguel Hezaine; el padre Richard, de la iglesia Católica; el obispo José Míguez y Carlos Gatinoni, de la iglesia Metodista; el rabino Marshal Meyer; el profesor Alfredo Bravo, de la CTERA; Eduardo Pimentel, de la Democracia Cristiana; Raúl Alfonsín, de la Unión Cívica Radical; Simón Lázara y Alicia Moreau de Justo, del Partido Socialista; Oscar Alende y Susana Pérez Gallart, del Partido Intransigente; Jaime Schmiergeld y Rosa Pantaleón, del Partido Comunista; Adolfo Pérez Esquivel, coordinador General del Servicio Paz y Justicia (Serpaj) para América Latina; y el juez Raúl Aragón, superar sus legítimos y fundados temores para recibir denuncias, recabar información y sortear las fronteras del terror y la censura, logrando que las organizaciones internacionales conocieran el triste destino que afrontaba el pueblo argentino.
Algunos registros señalan que no todos los nombrados participaron desde el primer momento, pero todos son contestes en rescatar a estas tres valientes mujeres a quienes pretendemos hoy rendirles homenaje como acto de justicia.
La omisión de la realidad en la historia nunca es gratuita ni es inocua: puede servir para ocultar grandes atropellos o enormes epopeyas. En cualquier caso, servirá también para la adulteración y el engaño, con los perjuicios y beneficios que de ello se deriven. Ponemos énfasis en el coraje de estas mujeres, sin disminuir en modo alguno el coraje demostrado por tantos otros.
¡Gracias Alicia Moreau de Justo, Susana Pérez Gallart y Rosa Pantaleón por tanta valentía, desdibujada en las crónicas oficiales!
(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser Mujer en política