La aplicación de la pena capital en Córdoba. Las penas de muerte dictadas por los tribunales tenían un regulado procedimiento en ese año de 1872.
Por Luis R. Carranza Torres
En ese lunes de abril de 1872, la inminente ejecución del comerciante Zenón La Rosa ocupaba todos los comentarios, en esa Córdoba de 35.000 habitantes.
Como nos cuenta Bischoff en el segundo volumen de su historia de Córdoba, “El espectáculo ingrato de los fusilamientos había tenido desde antaño el carácter de ejemplar escarmiento (…) Pasada la época de Manuel López, tratóse de quitar todo rasgo espectacular a la ejecución de la sentencia judicial. Sin embargo, ella despertaba en el vecindario un movimiento de curiosidad que no evitaba el consumarla en horas de la madrugada o en lugares apartados de la ciudad”.
El escritor César Pelazza, en un artículo aparecido en La Voz del Interior, en 1929, apuntaba al respecto: “Los ajusticiamientos en Córdoba eran espectaculares. Tenían algo del sabor clásico de la inquisición por el ceremonial a la vez tétrico y puntualmente religioso que lo rodeaba”. Para no pocos de esas muchedumbre que la miraba desde fuera el clima era más de fiesta y mercado que otras cosas: “Se vendían frutas, empanadas de patay, tortas y otras comidas” en un “clima de romería”.
En la mañana de una ejecución, en tanto se congregaban los curiosos en el sitio a ser llevada a cabo, se llevaban a cabo los preparativos previos: un solitario sacerdote emergía de la hoy desaparecida Capilla del Niño Dios -bulevar San Juan y calle Belgrano-, caminando hasta la cárcel. Poco después, un par de “soldados” de la policía pasaba por debajo del blanco y grueso arco de medio punto del ingreso a la cárcel, con un banco de madera a cuestas, bajo y sin respaldo, dejándolo apoyado contra la parte más alta del extremo sur del murallón de piedra que separaba La Cañada de la calle Belgrano. Se trataba del popularmente denominado “Calicanto”, que resguardaba esa parte de la cuidad de las súbitas e imprevisibles crecidas del cauce del arroyo La Cañada.
En ese entonces, la “cárcel pública” dependía de la policía. Albergaba a poco menos de cien presos, ubicados en tres calabozos grandes, al sur, norte y este, así como en seis “celdillas”.
Por su parte, el efectivo total de las fuerzas policiales en la ciudad apenas superaba el centenar.
A media mañana de aquel 29 de abril de 1872, el comerciante Zenón la Rosa marchó hacia su muerte, decretada por un tribunal de justicia. Lo acompañaban el miembro designado de la Santa Hermandad de la Caridad para su auxilio espiritual, el escribano del crimen, el alguacil (hoy oficial de justicia) encargado de dar los visos de legalidad al acto y, por supuesto, con paso de marcha y armas al hombro, el pelotón de fusilamiento.
Nazario Sánchez, en un artículo aparecido en el diario Los Principios, de 1927, narraría el inicio del trámite: “El reo fue sacado procesionalmente de la cárcel pública donde hoy están la Escuela Olmos y el teatro Rivera Indarte; le daba el brazo el señor Moisés Vidal, dignidad en la hermandad que cumplía santa y postrer misión. En cierto momento el supremo desaliento apagó en el espíritu del desgraciado las últimas energías por lo que hubo de concluirse por alzársele en un carruaje hasta el sitio donde debía consumarse la tremenda expiación que pronunciara la justicia”.
Vestía el condenado, al decir del citado autor, la “espantable indumentaria” que se hallaba establecida para los reos de muerte: “hábito -mortaja de un blanco cadavérico con caperuza que ocultaba la cabeza y el rostro del condenado y una ancha cruz roja en el pecho”.
Podemos también reconstruir el uniforme policial de la época, vestido por el pelotón que escoltaba al reo y tenía el encargo de fusilarlo: era de color gris en paño, compuesto de chaquetilla, pantalón, capote. En los buenos tiempos de la intendencia policial, llevaba polainas de brin de hilo y guantes blancos. Cubrían sus cabezas con un “chacot”, un casquete de origen militar, de forma cilíndrica y con visera. En la campaña y los suburbios, el capote era reemplazado por ponchos de paño, mucho más prácticos para llevar, sobre todo a la hora de cabalgar.
Sobre las armas empleadas, no se las consigna en ninguna crónica. Pero es probable que hayan sido, según el inventario de armas de la época que Víctor Retamoza transcribe en su Historia de la policía de Córdoba, los fusiles Remington con que contaba la fuerza. Mucho más avanzados y precisos que los viejos fusiles de fulminante que igualmente se tenía en existencia.
Llegados al lugar de ejecución, La Rosa fue bajado del carruaje y hecho sentar en el banquillo dispuesto al efecto. Enfrente se acomodó en una única línea el conjunto de soldados que lo había escoltado desde la cárcel. El bullicio de los concurrentes se dejaba oír, como monótono zumbido, hasta que la voz del jefe del pelotón mandó esa orden, que daba inicio una secuencia muchas veces practicada por el grupo en los días previos:
— ¡Firmes!
Se impuso, entonces, un silencio glacial. Pocos podían prever las consecuencias que, en lo personal y social, ese fusilamiento traería aparejado, y que veremos la semana próxima.