Por Nora Virginia Carranza *
Siempre me he considerado una mujer independiente. Empecé a trabajar a los 18 años y no dejé de hacerlo nunca. Soy capaz de mantenerme sola económicamente y siempre estuve orgullosa de eso. Cuando fui abogada del Sindicato de Amas de Casa de la República Argentina, les decía a las mujeres que es muy triste vivir al lado de un hombre solamente porque nos mantiene, que si somos autovalentes y no los necesitamos podemos elegir seguir juntos porque queremos y no porque no tenemos otra alternativa.
Sigo pensando lo mismo, pero a partir de mi experiencia con Rosa (boliviana) algo cambió en mi visión de la relación económica en la pareja (al menos en la mía). Rosa había pedido una mediación con su esposo, Antonio, por cuota alimentaria (eso decía el legajo). Llegaron juntos y nos esperaron conversando amigablemente. Se supone que una debe entrar a la sala de mediación casi se diría “en blanco” para que sean las partes quienes expliquen en qué los podemos ayudar, pero en el Centro Judicial de Mediación -de tanto realizar mediaciones del mismo tipo- una comienza a tener ciertos “malos hábitos”, tales como suponer que sabe de qué se trata (si el legajo dice “Alimentos”, se supone que están separados y ella demanda dinero para los chicos).
Para nuestra sorpresa, ellos explicaron que habían venido hacía varios años a vivir a Argentina buscando una mejor calidad de vida para sus cinco hijos, la mayor de 15 años. Con el tiempo, como él es muy bueno en los trabajos de la construcción, llegó a ser capataz de una empresa constructora y gana muy bien (listo, pienso, ahora se separaron y ella quiere cuota para los chicos y entonces empiezo a evaluar la estrategia para que el señor pague una suma razonable para cinco hijos). Siguen diciendo que viven juntos. Silencio. Ahora no entiendo nada y no sé para qué están ahí y entonces preguntamos: “Rosa ¿puede contarnos por qué pidió la mediación?”.
En resumen, ella quería una cuota alimentaria para ella porque “él es muy bueno, pero compra todo y yo no tengo nunca plata”. Es decir, lo que ella quería era que él le diera una suma mínima como para pequeños gastos tales como algún regalo, maquillaje, golosinas, en fin, algunos gustitos. “No mucho porque todo está cubierto por Antonio que es capataz, gana muy bien y es muy generoso”. Y resalta: “Él es muy generoso, pero yo no me aprovecho. Por ejemplo, he visto unas camitas preciosas para el dormitorio de las nenas, pero son muy costosas y no puedo ponerlo a él en ese gasto” (eso mientras mira a su esposo revoleando los ojos seductoramente). Yo observaba pasmada la escena, más aún cuando Antonio dice “¿quién te dijo que no puedo pagarlas? ¿Cuándo querés que las compremos?”
Entonces pensé “y yo que llevo los 34 años de casada negociando con mi gordito si se compra o no se compra algo y ésta con una pestañeada le hace gastar un montón al marido con total tranquilidad de conciencia”.
Como se darán cuenta, la mediación fue un éxito. Antonio comprendió la necesidad de su esposa de contar con esos pesitos. Dijo “que no lo hacía de malo, que no se le había ocurrido” (evidentemente), pero accedió de muy buen grado a que se abriera una cuenta de caja de ahorros en la que él, de ahora en adelante, depositaría todos los meses una suma que ellos acordaron, para que Rosa gastara a su antojo y sin obligación de “rendir cuentas”.
Honestamente, me quedé pensando. No es la primera vez que veo este tipo de “coqueteo económico” en las parejas, que hasta parecen disfrutarlo. Con mi visión práctica siempre me pareció ridículo y yo, al menos, no me prestaría nunca a este tipo de “negociación”.
No sé por qué, pero a la salida decidí comprobar empíricamente el método aprendido. Mandé un SMS a mi marido que decía (palabras más, palabras menos) “Gordito, acabo de ver unas botas preciosas, pero que son carísimas y no tengo plata”. Recibo como respuesta: “Compralas con la tarjeta de crédito adicional de la mía, yo las pago”. Sin salir de mi asombro contesto: “En serio, son carísimas”. Responde: “Si te gustan, seguro son carísimas; no importa, compralas”.
Por supuesto, las compré. Cuando nos encontramos a la noche, además de mostrarle las famosas botas (bellísimas, de cuero negro con aplicaciones de gamuza), le pregunto: “Gordito, ¿por qué cediste tan fácil en comprarme las botas? La respuesta me dejó con la boca abierta. “Porque para nosotros los hombres es un placer regalarles algo a nuestras mujeres y vos nunca me pedís nada ¿Sabés lo que es vivir al lado de una mujer que no necesita nada de uno?” ¡Parecería que hasta es una obra de bien pedirle al marido que le compre algo a una porque eso les eleva la autoestima! En fin. Desde entonces, cada tanto utilizo el método de Rosa (siempre con gran éxito). Pero por supuesto, no me abuso.Y todos felices.
* Abogada, mediadora