Un juicio con muchos factores y no menos interrogantes, todavía hoy discutido. Por Luis R. Carranza Torres
En el mediodía de ese 27 de julio de 1917 el Tercer Consejo de Guerra, reunido en audiencia pública de juicio, inició el juzgamiento de Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari. La acusación (espiar para el enemigo en tiempos de guerra) traía aparejada la posibilidad tangible de que le fuera aplicada la pena de muerte en caso de verificarse su culpabilidad. Máxime si se le endilgaba, a raíz de tal actividad, el ser la responsable de miles de bajas del ejército en los combates en el atorado frente de trincheras a poco más de cien kilómetros de París.
Había una gran expectativa general por su juzgamiento, y el público, azuzado por los diarios, estaba manifiestamente en su contra. Fuera por su vida de lujo en medio de las penurias del tiempo de guerra, por la promiscuidad de sus relaciones amorosas, por el temor que se tenía a los espías o por la simple envidia de resultar mujer fatal, capaz de atraer a casi todo hombre, en el tribunal de la opinión pública casi todos ya habían bajado el pulgar.
El tribunal militar, competente en virtud de la naturaleza del delito y las normativas para el tiempo de guerra para llevar adelante el juicio, se encontraba formado por siete jueces y presidido por el teniente coronel de la Guardia Republicana Albert Ernest Semprou e integrado por dos capitanes, dos tenientes y dos subtenientes.
La acusada, al ingresar a la sala, altiva y digna, estaba “elegantemente ataviada”; se había puesto para la ocasión, según las crónicas, “un vestido azul largo y blanco, bastante escotado y tocada con un sombrero en forma de tricornio militar”.
Leídos los autos preliminares, se llevó a cabo la identificación de la acusada, que entonces reveló por vez primera su verdadera edad, cuarenta años. Luego de ello, el fiscal actuante, cfapitán André Mornet, solicitó que el proceso se celebrase a puertas cerradas. El abogado defensor de Mata Hari, Eduard Clunet, antiguo cliente suyo, se opuso.
Deliberación mediante, el tribunal decidió que el juicio fuera a puertas cerradas y que no se publicaran los informes del proceso ya que la divulgación de lo que allí fuera debatido podría afectar el orden público. En realidad, había cierto resquemor de que comenzaran a salir a la luz nombres de las conquistas de la mujer, como efectivamente pasó luego.
Durante el juicio, el fiscal dirigió su actividad a probar que Mata Hari había mantenido relaciones con distintos oficiales de los ejércitos aliados y que había utilizado esos contactos para obtener informaciones militares que pasaba al enemigo. No consiguió más probanzas que simples indicios, pero a la defensa no le fue mejor: los testigos que podrían haber declarado a favor de Mata Hari, invariablemente se excusaron alegando que no la conocían. Sólo Jules Cambon, embajador de Francia en España, declaró a su favor.
En el alegato de cierre, su abogado defensor postuló, técnicamente, que únicamente se había probado en el juicio que Mata Hari había sido, simplemente, una prostituta de lujo, entre cuya clientela figuraban muchos de los más altos políticos de Francia y una nutrida representación del ejército francés y de otras fuerzas aliadas, pero no una espía al servicio de Alemania. Más vulgarmente, la acusada expresó: “He sido una cocotte, sí, pero nunca una traidora a Francia”. El fiscal entendió, de su parte, probados todos los cargos.
Un empleado del tribunal afirmó que Mata Hari estuvo comiendo desenfadadamente bombones, una de sus debilidades culinarias preferidas, mientras los miembros del tribunal deliberaban si la condenaban o no. Con una sola excepción, los siete jueces la encontraron culpable de los cargos de alta traición y espionaje, sentenciándola a la pena capital.
Como nos dice con acierto Mikel Mata en su artículo sobre el asunto en el diario El Correo de Bizkaia: “A pesar del mito que la rodea, Mata Hari no fue ni mucho menos una buena espía. Las investigaciones biográficas llevadas a cabo tras su muerte han demostrado que no era más que una bailarina exótica con aires de grandeza que merced a sus mentiras, vida libertina y capacidad de seducción hacia los militares, diplomáticos y demás personajes influyentes de la época, logró fabricarse un personaje que se convertiría en el icono sexual de su tiempo y cortesana de lujo. Ello le permitió disfrutar de contactos en las más altas esferas de la política europea que, a una persona narcisista como ella, la llevaron a creerse intocable y a entrar en un juego del que no supo calibrar los peligros”.
El chivo expiatorio es un ritual que encontramos detallado en el Libro de Levítico en el Antiguo Testamento de la Biblia, en el que un macho cabrío, al que se cargaba con todos los pecados del pueblo, era enviado a morir al desierto para limpiarse de ellos. Más modernamente ,en sociología se emplea tal término cuando una persona o grupo pretenden superar su estado de frustración redirigiendo su agresión hacia otro.
El catedrático de Derecho y héroe de la resistencia francesa en la Segunda Guerra, León Schirmann, tras diez años de metódica investigación en los archivos nacionales de Alemania, Francia y Gran Bretaña, postula en su libro “Mata Hari. Autopsia de una maquinación” que cada pieza de evidencia “no hace más que confirmar que Mata Hari fue víctima de una mentira patriótica del establishment francés interesado en endilgarle a alguien los desastres militares y las privaciones de la población civil en 1917, un año en el cual el ejército francés se amotinó y los aliados llegaron a contemplar la posibilidad de una derrota”. De todo cuanto pasó en tal juicio, poco y nada tenía que ver con hacer justicia. Pero lo peor aún estaba por venir.