Por estos días se cumplieron los primeros 50 años del asesinato, en la ciudad de Memphis, del pastor bautista Martin Luther King (MLK), el infatigable luchador por los derechos civiles de los negros estadounidense, un verdadero apóstol en favor de la libertad. Cruzada que lo hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz y de que la revista Time lo eligiera “el hombre del año” de 1964, entre un sinnúmero de distinciones que ganó en la calle, en “el frente de batalla”, al encabezar multitudinarias manifestaciones en procura de acabar con la segregación y discriminación racial, la pobreza, la guerra de Vietnam y la carrera armamentista.
La lectura de sus sermones es un desafío que deben asumir todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Mucho más en días de incertidumbre en los que, al parecer, se ha desenterrado el hacha de la guerra para proteger a quienes hacen de la injusticia su bandera y se desentienden de las tragedias colectivas que agobian al planeta.
MLK fue, es y será la voz de los que no tienen voz. El trueno que denuncia, desde el púlpito o la tribuna, las injusticias que sufren sus hermanos en una sociedad profundamente racista. Antes, durante y después de la heroica resistencia de Rose Parks, que provocó el más poderoso movimiento de resistencia pacífica y desobediencia civil de la historia estadounidense.
Será la voz que traspone los muros de la cárcel de Georgia para mantener viva la esperanza en una sociedad mejor a pesar de males sociales que nos ensombrecen.
“No se conformen…”, solía aconsejar a sus acólitos. El éxito, el reconocimiento y el conformismo son las palabras claves de la sociedad moderna, “donde cada uno parece implorar la seguridad anestésica de identificarse con la mayoría. A despecho de esta tendencia prevalente a conformarnos, nosotros, como cristianos, tenemos la obligación de ser anticonformistas (…) Estamos llamados a ser individuos de convicciones, no de conformismos; (…) Tenemos obligación de vivir diferentemente y según una fidelidad más alta (…) Cuando una sociedad opulenta quiere hacernos creer que la felicidad consiste en la calidad de nuestros automóviles, en el lujo de nuestras viviendas o el precio de nuestros trajes, Jesús nos recuerda ‘la vida no está en la hacienda”.
No nos detendremos en las circunstancias de su muerte. Tampoco en el manual de excusas de Ramsey Clark, fiscal del Estado de Tennessee, o en la inoperancia del FBI ni en la red de complicidades que protegió a James Earl Ray (JER) en su alocada huida en un Mustang blanco, que bien conocía la policía estatal.
JER, atento a los informes de la investigación, utilizó esos datos en su raid por Canadá, Estados Unidos y México. Gastó una fortuna sin que se conocieran sus fuentes de financiación. ¿Cuánto sabía y ocultó el ultraconservador gobernador de Alabama, George Wallace? ¿Por qué el armero que le vendió a JER un rifle calibre 30-06 desapareció tras mencionar el nombre del gobernador?
El fugitivo, al ser detenido en Londres, llevaba en su maleta 10.000 dólares cuyo origen no supo explicar. Dejemos esos detalles para otra ocasión. Profundicemos el pensamiento íntimo de nuestro invitado.
Hay tres actitudes en la gente que sufre frente a la opresión, escribió MLK en su libro Stride toward freedom (Avance hacia la libertad). “Una de ellas es la aceptación: el oprimido se resigna a su suerte. Se ajusta tácitamente a la opresión y por lo tanto se condiciona a ella. En todo movimiento por la libertad algunos de los oprimidos prefieren seguir oprimidos (…)”, afirmó.
Aceptar pasivamente un sistema injusto –continúa el pastor- es colaborar con él; por lo tanto, el oprimido comparte la maldad de su opresor. Hay tanta obligación moral en la no-cooperación con el mal cuanto en la cooperación con el bien.
“El oprimido no debe dar punto de reposo a la conciencia del opresor. La religión recuerda a cada hombre que él es el guardián de su hermano. El aceptar la injusticia o la segregación pasivamente equivale a dar justicia moral a las acciones del opresor. Es una manera de dejar dormir su conciencia. En ese momento, el oprimido deja de ser el guardián de su hermano. De ahí que la resignación –aunque a menudo sea el camino más fácil- no es el camino moral. Es la senda el cobarde (…)”, escribe.
MLK, el profundo inconformista, el que lucha contra sus propios hermanos para que se sacudan la molicie que los embarga, señala que hay una segunda actitud “de los oprimidos frente a la opresión es la violencia física y el odio que corroe. La violencia a veces trae resultados momentáneos. Frecuentemente, las naciones han obtenido su libertad en el campo de batalla. Pero, a pesar de sus victorias temporales, la violencia nunca trae una paz permanente. No resuelve ningún problema social y sólo acarrea mayores y más complejos males. La violencia como medio para lograr la justicia racial es tan inmoral como impráctica. Porque es una espiral descendente que termina en el odio y la destrucción total. La vieja ley del ojo por ojo deja ciego a todos. Es inmoral porque busca humillar al oponente en lugar de ganar su comprensión; lucha más por la aniquilación que por el amor. Destruye la comunidad y hace imposible la fraternidad. Hace que la sociedad hable un monólogo y no un diálogo. La violencia termina derrotándose a sí misma. Hace florecer la amargura en los sobrevivientes y la brutalidad en los destructores (…)”.
Ante la pregunta, entonces, sobre cuál es el camino a seguir, nuestro invitado especial guarda un instante de silencio y señala que hay un tercer camino que puede seguir el oprimido en su lucha por la libertad es la resistencia pacífica.
Como la síntesis en la filosofía de Hegel, “el principio de la resistencia pacífica busca reconciliar las verdades de los opuestos –la conformidad y la violencia- evadiendo al mismo tiempo el extremismo y la inmoralidad de ambos. El militante de la resistencia pacífica está de acuerdo con el oprimido sumiso en que no se debe usar la agresión física contra el oponente, pero equilibra la ecuación opinando, como el partidario de la violencia, que el mal debe resistirse. Elude la no resistencia del primero y la resistencia violenta del último. Con la resistencia pacífica, ninguna persona o grupo necesita someterse a la injusticia ni utilizar la violencia para corregir los males”.
“Yo creo –continúa diciendo- que éste es el método que debe guiar las acciones de los negros en la presente crisis de las relaciones raciales. Por medio de la resistencia pacífica, los negros serán capaces de ennoblecerse luchando contra un sistema injusto y, al mismo tiempo, amando a los perpetradores del sistema. El negro debe luchar apasionada e implacablemente por sus plenos derechos de ciudadano pero no debe usar métodos indignos para lograrlos. Nunca tratar de pactar con la falsedad, la malicia, el odio o la destrucción (…)”
Por medio de la resistencia pacífica, el negro puede alistar a todos los hombres de buena voluntad en su lucha por la igualdad. A fin de cuentas, no es una lucha entre la gente sino una tensión entre la justicia y la injusticia. La resistencia pacífica no está dirigida contra los opresores sino contra la opresión. Son las conciencias, no los grupos raciales, las que se alistan bajo su bandera.
“Seguir el camino de la resistencia pacífica significa aceptar el sufrimiento y el sacrificio. Puede significar la cárcel (…) o hasta la misma muerte. Pero si la muerte es el precio que un hombre debe pagar por libertar a sus hijos y a sus hermanos blancos de la muerte permanente del espíritu, nada podría ser mas redentor que ella”, concluye.