Dos premios Nobel, dos países, Pakistán e India, que Occidente mira como realidades lejanas, como historias superadas, con empatía y conmiseración, con simpatía y superioridad. Por Alicia Migliore (*)
Se dice que los Premios Nobel surgen de una decisión de Alfred Nobel basada en sentimientos encontrados: en la tensión entre su satisfacción por el logro científico en el desarrollo de la dinamita y otros explosivos, y la culpa generada por el uso bélico de tales descubrimientos. Es la lucha interna de la Humanidad a lo largo de la historia: mayores conquistas científicas, y mayores abusos y violaciones de derechos justificados por las ansias de poder, la pretensión de dominación política, religiosa, étnica, económica. Como si el ser humano pudiera vencer la finitud que condiciona su existencia.
La Fundación Nobel desde 1895 distingue a quienes se destacan en diversas disciplinas y artes, reconociendo su excelencia, y también distingue a quienes, desde valores inmutables como la paz, pretenden construir una sociedad más sensible a la condición humana. En 2014, el premio Nobel de la Paz fue compartido entre dos personalidades que encarnan en sí mismas dos ejes: el derecho a la educación de las mujeres, Malala Yousafzai y el derecho de los niños a vivir como tales y no ser explotados laboralmente, Kailash Satyarthi.
Dos premios, dos países, Pakistán e India, que Occidente mira como realidades lejanas, como historias superadas, con empatía y conmiseración, con simpatía y superioridad.
Nosotros, los argentinos, tan europeos bajados de los barcos, tan poco americanos, tan desarrollados como país, “a la vanguardia educativa y sin niños en las calles”, somos los primeros en aplaudir calurosamente ambos galardones (y en celebrar secretamente que estos países emergentes y su realidad estén muy, muy lejos de modo que no se nos confunda).
Malala, una niña hija de un profesor, alzó su voz para defender el derecho a la educación de las mujeres en Pakistán. Atacada por talibanes “iluminados por el Islam”, estuvo al borde de la muerte. Recuperada, lejos de amilanarse o rendirse, redobló su apuesta: “Todos debemos luchar por los derechos de los niños, por los derechos de las mujeres y por los derechos de todo ser humano”.
Kailash, ingeniero que abandonó su profesión, lleva más de la mitad de su vida dedicado a rescatar niños explotados en la actividad fabril. Resulta obvio que ambas luchas merecen el más profundo reconocimiento, en tanto reparan en los derechos humanos de los más vulnerables: mujeres y niños. Con igual sentimiento se reconoció la lucha de Camila Vallejos, presidenta de la Federación de Estudiantes Chilenos exigiendo la gratuidad educativa, en el país vecino.
Considero que los argentinos reconocemos honestamente la valía de esas luchas, pero no sirve para que miremos nuestra realidad en esos temas porque pontificamos, sin siquiera ruborizarnos. Sería bueno que revisáramos nuestra situación y admitiéramos que demasiadas cosas ocurrieron en nuestro país para que dejara de ser el que soñaron los hacedores de la Nación y tanto estudiamos, aquel que provocara unánime reconocimiento en el concierto de las naciones y del cual hoy conservamos la memoria, la nostalgia, los blasones dañados.
El grito libertario de los Universitarios de Córdoba en la Reforma de 1918 proyectó su eco a todos los rincones de América y el mundo, por medio siglo, replicado en el Mayo Francés de 1968. La Reforma Universitaria no constituyó un hecho aislado en la historia de nuestro país: fue el corolario de un siglo de concepción humanista de la educación.
Belgrano sostenía que la educación de la mujer era la piedra fundamental de una nueva Nación, considerando la necesidad de crear escuelas públicas para niñas. ¿Es necesario recordar que la donación de su patrimonio para la construcción de cuatro escuelas en el Noroeste Argentino naufragó por casi dos siglos en cajones o bolsillos ignotos? Juan José Castelli, el vehemente orador de la Revolución de Mayo, abogaba por escuelas de enseñanza bilingüe para reconocer en la nueva Nación la diversidad de su pueblo, integrando a los habitantes originarios con su lengua y su cultura.
Se sostiene actualmente que existen en nuestro país alrededor de 300.000 quichuistas, distribuidos en Santiago del Estero, Salta, Tucumán, Jujuy y Catamarca. Se desconoce el número de habitantes que conservan como lengua materna el guaraní, localizados mayoritariamente en Salta, Formosa, Corrientes, Misiones, Chaco, Santa Fe y Entre Ríos. En Santa Cruz subsisten grupos cuya lengua materna es el mapuche.
Queda claro que Castelli incorpora otro grupo vulnerable: los pueblos originarios hoy desplazados de su tierra y nutriendo los conglomerados de los grandes centros urbanos por las migraciones en busca de un futuro más venturoso.
Es sobreabundante señalar que juntamente con la lengua se transmite la cultura ancestral de sus parlantes, motivo harto suficiente para sostener y defender su vigencia. Es la defensa de los pueblos originarios y su cultura la que logra que se dicte la Ley del Aborigen (Ley 23.302/1985) y la inclusión en el inc. 17 del art. 75 de la Constitución Nacional (1994) del derecho a la educación bilingüe e intercultural de los pueblos originarios.
Debieron pasar casi dos siglos de Castelli, para que estos derechos encontraran reconocimiento legal. ¿Cómo se explica entonces, a la luz de esta Constitución Nacional tan avanzada en la consagración de derechos, la noticia de reciente trascendencia de la prohibición de enseñar Quechua en Jujuy? (Perfil 22/10/2014 Mina El Aguilar).
(*) Abogada. Ensayista. Autora del libro Ser mujer en política.