Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
En la madrugada del pasado viernes, un robo de unos tres millones de pesos en una vivienda en Nueva Córdoba fue seguido de un tremendo tiroteo en esquina de Rondeau y Buenos Aires, al intervenir la policía. Unos 120 disparos fueron intercambiados en poco menos de un minuto, con el saldo de tres muertos.
El cabo de la Policía de la Provincia de Córdoba Franco Ferraro, de 28 años, fue uno de los fallecidos, asesinado a quemarropa por ladrones, quienes directamente le tiraron a matar. Ferraro era hijo de un comisario retirado, con un hermano también en la fuerza. Una familia de servidores públicos que ha dado ahora lo máximo que se puede entregar por el espíritu de sacrificio.
En el hecho resultaron heridos otros tres policías, uno de los integrantes de la banda delictiva y la propia víctima del asalto. Además, resultaron muertos dos de los maleantes.
En una muestra palpable, ya no de inseguridad, sino de la extrema violencia. Hace tiempo que la delincuencia dejó de tener códigos. También hace mucho que se sale a matar o morir, desde tales esferas. Ninguna de estas cuestiones tiene un correlato en los estrados legislativos o judiciales.
Culturalmente, la escuela de justificar lo injustificable, de postular que la actividad de seguridad pública es, desde el vamos, algo que debe ser visto con desconfianza, de confundir el uso de la fuerza pública legítima con represión, lleva, por mucho, la delantera a cualquier otra postura. Aunque no sea la mayoritaria. La hipocresía mediática, política y social hace lo suyo. No pocos comunicadores sociales, de todo género y ocupación, en público dicen una cosa, siempre políticamente correcta, de la mano de lo que vulgarmente se denomina “garantismo”, y admiten luego en privado otra cosa muy distinta.
Estamos como estamos porque no actuamos como pensamos. Desde hace mucho, en la esfera pública, el miedo al qué dirán impide actuar como se debe, con las herramientas que la ley confiere. Pero también estamos atacados por el inmovilismo de no repensar ciertas estructuras o de avanzar en nuevos institutos que puedan resguardar mejor la sociedad.
No es posible, ni razonable, como se dijo desde el dolor, que debería aplicarse la pena de muerte a los asesinos de Ferraro. No porque no lo merezcan, dado el desprecio por la vida que mostraron.
Un Estado no puede matar a sangre fría aun cuando se trate de homicidas o criminales aberrantes. Lo que sí es una locura que personajes de semejante peligrosidad vuelvan a quedar libres alguna vez, con ausencia de todo control.
Formas de resguardo como la libertad vigilada, una vez cumplida condena por hechos especialmente graves o con alta tasa de reincidencia -como los delitos sexuales- son comunes en otras partes del mundo. Sin embargo, aquí seguimos sin tener un debate serio al respecto.
Es una muerte la del servidor público, que sobrecoge. Y está bien que así sea. No podemos dejar de conmovernos. Cuando un policía muere en un acto de servicio, morimos todos. Cuando una maestra es insultada o golpeada por su actividad de enseñar, nos insultan o golpean a todos. Cuando un enfermero o médico de un hospital público se contagia o enferma por su trabajo, nos contagiamos o enfermamos todos. Cuando un guardiacárcel es tomado de rehén en un motín, todos somos los rehenes. Si no vemos eso, formamos también parte de la enfermedad, por anomia, de una sociedad confundida cuya muestra más terrible y reciente de pus fue la balacera del viernes.
Por eso, no basta con las declaraciones con tufillo a guion de relaciones públicas, dadas desde el ámbito político para poder mostrarse en consonancia con el estupor social. Tampoco hacer pasar lo que es debido como si fuera una concesión compasiva de la autoridad.
El ascenso por mérito extraordinario que comunicó del gobernador, se halla en la ley y sobradamente tenía el actuar de Franco Ferraro, enfrentando a siete delincuentes, los requisitos para serle otorgado. No se le dio nada que no tuviera que dársele. Es algo legalmente previsto cuando un policía entrega su vida por la sociedad.
El hecho de ser soltero el policía fallecido desnuda las falencias de un sistema pensado, en cuanto a los deudos, con mentalidad de otro siglo, que “borra” de un plumazo relaciones afectivas como el noviazgo o la familia que no tienen la consideración que deberían en las ayudas estatales.
Asimismo, para el caso de existir deudos, atar la pensión subsiguiente sólo al grado que se poseía al momento de la muerte o que cabe otorgar post-mortem, deja a un lado criterios de justicia respecto de con qué entrega al servicio se perdió esa vida.
En países preocupados por cómo funciona su Estado y por proteger a los servidores públicos, estas cuestiones se discuten y se efectúan reformas cuando ocurren este tipo de hechos. En otros, donde no se valora la entrega y el espíritu de servicio y sacrificio público, todo sigue igual.
*Abogado, doctor en Ciencias Jurídicas. ** Abogado, magíster en Derecho y Argumentación Jurídica [/privado]