Esta pequeña historia del espionaje que desarrollamos –en dos actos- lleva a recordar a los grandes maestros que le dieron sentido a esa profesión tan vilipendiada por la doble moral de una sociedad que se deleita con las aventuras de espías de ficción mientras condena a quienes, desde las sombras, trabajan ¿para su bienestar?
Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia
Esos verdaderos orfebres construyeron tenebrosos aparatos de inteligencia que sirven a los gobiernos hasta que éstos colisionan con los intereses de su poder permanente lo cual merece un estudio especial, a pesar de que, muchas veces, sus objetivos son distintos a los de los gobiernos que dicen servir.
Las biografías de espías, que abundan en los escaparates de las bibliotecas y librerías, más allá de su fascinación son inquietantes. Así se desprende de la historia personal de Joseph Fouché, Duque de Otranto –fundador del espionaje moderno, responsable de la consolidación del Ministerio de Policía de Francia, hoy Ministerio de Interior-, salida de la excepcional pluma de Stefan Zweig. Tan grande fue la influencia de este genio sombrío, maestro de la intriga, que se transformó en árbitro absoluto del período que media entre la Revolución Francesa, el imperio napoleónico y la restauración de la monarquía. Todos, a la postre, fueron sus sirvientes. Muchos investigadores lo responsabilizan del reinado del terror y de los asesinatos de Marat y Robespierre. Tanto fue su poder que su presencia hacía temblar al propio Napoleón Bonaparte, en su momento de mayor gloria.
Años más tarde aparece en el horizonte histórico el alsaciano Wilhelm Stieber, maestro del espionaje prusiano, al que Otto de Bismark lo distinguía como “rey de los sabuesos”. En 1850 fue nombrado comisario general de la policía de Berlín, función en la que cesó en 1858. Desempleado, casi de inmediato se mudó a Rusia para ayudar al zar Alejandro II en la reorganización de su red de informantes, siendo el fundador de la rama extranjera de la Orchrana (policía secreta del Zar), cuya actividad prosiguió hasta 1917.
En 1863 propició la alianza entre Alemania y Rusia, cuya asociación determinó el resultado de las guerras austro-prusiana y franco-prusiana. Stieber espió en el terreno austríaco pocos meses antes de la iniciación de la Guerra Austro-prusiana, en 1866. Su labor fue tan eficaz que compuso un calendario para el victorioso avance prusiano. Esta operación modelo -estudiada por la mayoría de las academias militares del mundo- fue, en gran parte, un logro personal de Steiber, que condujo un caballo y un calesín por los establecimientos militares austríacos, vendiendo estatuillas y grabados pornográficos.
Sus actividades anteriores a la Guerra Franco-Prusiana y las que llevó a cabo durante ésta, empero, fueron de naturaleza distinta, mostrando su versatilidad y capacidad de adaptación al ambiente en que tenía que actuar. Reclutó, para conseguir sus objetivos, alrededor de 40 mil espías, entre los que se contaban escritores frustrados y dueños de diarios de provincia, que permitió, en las reuniones del alto mando alemán, se jactara que tenía media guerra ganada antes de iniciar la lucha. Derrotada Francia y Napoleón III prisionero, los festejos en Berlín fueron extraordinarios. Steiber sumó poder. Su estructura seguía produciendo jugosos informes. Conocía hasta los hábitos más íntimos de la clase política y de los jefes militares. Muchos de ellos murieron por mano propia al trascender sus miserias. Tarea que fue ejecutada por la agencia de noticias telegráficas Wolff que, también, controlaba.
Los nazis, a partir de la fundación del partido, comenzaron a desarrollar el más grande sistema de espionaje de su época. Su creador, el filósofo Walther Nicolai, que contaba con el apoyo incondicional de Erich Ludendorff, Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y Rudolf Hess, diseñó una maquinaria casi perfecta. Nada ni nadie escapaba a su escrutinio. Ese verdadero ejército en las sombras llego a contar, sólo en Alemania, con más de 3,5 millones de servidores.
Nicolai encargó a Ernst Wilhelm Bohle la creación de la A.O. (Auslands-organisatión), que contaba con ocho oficinas en el territorio alemán, instituida para administrar el espionaje en el exterior, con un presupuesto multimillonario. Así nacieron el Instituto Ibero-Americano, el Instituto Alemán en el Exterior, la Asociación de Alemanes en Tierras Extranjeras, el Centro Alemán de Asistencia Pública, que ofrecían oportunidades para obtener todo tipo de informaciones y ser una eficaz cobertura de sus espías. Igual misión tenía la Oficina de Política Colonial bajo la conducción de Franz Ripp von Epp, que procuraba restablecer el viejo imperio colonial alemán que se había perdido en Versalles.
Estas estructuras motivaron protestas. El Servicio Exterior Alemán resistió debido a que su funcionamiento entorpecía la actividad de sus embajadores. Así lo cuenta, en sus Memorias, el embajador Herbert von Dirksen: “Era espantoso (…) Las embajadas en el Japón y en España se hincharon tanto con toda clase de personal extraordinario que el pobre embajador apenas sabía qué pasaba: los agregados de la Polizei en particular no solamente colaboraban con la policía local sino que ejecutaban toda clase de misiones propias. En España, en donde la embajada alemana llegó a contar con 550 personas, el embajador Dieckhoff renunció debido a la frustración de su labor oficial causada por las actividades que se desarrollaban a sus espaldas en su propia embajada.”