Por Luis R. Carranza Torres
La declaración de emancipación fue sólo un comienzo de muchas otras cosas,
hasta para las pasiones del corazón
El día después de la Declaración de la Independencia comenzó con una misa a las nueve de la mañana, oficiada por el congresal y sacerdote Castro Barros. Asistieron todos los diputados, el gobernador de Tucumán Gregorio Aráoz y el nuevo Director Supremo de las Provincias Unidas que el Congreso había nombrado el mismo día de aprobar la independencia, Juan Martín de Pueyrredón.
Su designación era una solución de compromiso. Formalmente diputado por San Luis, provenía de Buenos Aires y era de los pocos hombres que infundían respeto tanto en porteños como en provincianos.
Dentro y fuera del templo, la gente se amontonó para no perderse detalle. La ciudad de Tucumán contaba por entonces con sólo 4.000 habitantes. La independencia era en el interior sumamente popular, aunque en la burguesía porteña subsistían las dudas de su conveniencia.
Luego de la misa se siguió sesionando, pero en la propia vivienda del gobernador, ya que la habitual casa de Bazán de Laguna donde se sesionaba estaba siendo preparada para el baile de la noche en celebración del suceso.
En el primer día de independientes, la principal cuestión jurídica fue la forma del nuevo Estado. Como el congreso al empezar a sesionar se había declarado a sí mismo “soberano”, podía decidir el tema sin mayores consultas pero en la cuestión se hallaban las mayores diferencias entre los congresales.
Si bien compartían las ideas surgidas de los tratados de derecho natural y de gentes de los siglos XVII y XVIII, que entendían la nación como un pacto libremente consentido por sus integrantes, los diputados diferían en cómo debía entenderse la soberanía que se originaba en tal acuerdo y que resultaba el signo esencial del Estado. Quienes la entendían como única en indivisible no aceptaban otra conformación posible que una sola autoridad sobre todo el territorio. La otra facción, en cambio, hablaba de la “soberanía de los pueblos”, en plural, entendiendo que sólo una confederación de provincias era como podía respetarse esa igualdad entre varios.
Como bien nos dicen Floria y García Belsunce en su primer tomo de Historia de los argentinos: “El mismo Mitre -no siempre condescendiente con el Congreso-, reconoce que los diputados eran los hombres más representativos de sus respectivas provincias, valiendo este juicio tanto en relación con su capacidad intelectual como con su prudencia política (…) Es justo decir que el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más argentina y más representativa que haya existido jamás en nuestra historia (…) Los cimientos del nuevo Estado crujían y se hacía evidente a los congresales la necesidad de consolidarlos declarando la independencia antes de que todo desapareciera entre la anarquía interna y la represión española (…) Tres grupos bien definidos supieron convivir: los diputados centralistas (parte de los de Buenos Aires, los de Cuyo y algunos de las provincias interiores); los localistas (encabezados por los cordobeses y seguidos por otros provincianos y algunos porteños), y los diputados altoperuanos, con pretensiones muy definidas y que procuraban un régimen que aunque centralizado estuviera libre de la influencia de Buenos Aires (…)”.
El Director Supremo partió esa misma tarde a Córdoba para entrevistarse con San Martín sobre el mayor secreto de la novel nación. Sólo tiempo después se supo el contenido de esas reuniones de dos días: autorizar el plan de cruzar los Andes, liberar Chile y golpear las fuerzas realistas en su misma casa: Perú.
Por la noche, en el salón principal de sesiones se llevó a cabo el baile en celebración de la emancipación lograda. Entre pieza y pieza, el abogado y general Manuel Belgrano, vuelto a nombrar comandante del Ejército del Norte, conoció a una hermosa joven morocha de ojos inquisitivos: María de los Dolores Helguero Liendo. Era de las más bellas de esa fiesta y sería el amor más grande de su vida; aunque en la elección llevada a cabo en la celebración, terminó perdiendo con Lucía Aráoz quien, “rubia, alegre y dorada como un rayo del sol”, al decir de Groussac, se llevó el título de reina de ese baile y comenzó a ser apodada “la rubia de la Patria”.
Es que soplaban vientos de monarquía. En sesión secreta se la había propuesto como nueva forma de gobierno del país independiente. También en sesión secreta, el 19 de julio se resolvió modificar el Acta aprobada el 9, agregando que dicha “nación libre e independiente”, lo era no sólo de los reyes de España sino de “de toda otra dominación extranjera”.
Dos días después se juró por las autoridades y el 25 por el pueblo, en la plaza pública. Un testigo del acto, el oficial sueco Jean Graaner, escribió al respecto: “Todo se desarrolló con orden y una disciplina que no me esperaba. Después de que el gobernador de la provincia dio por terminada la ceremonia, el general Belgrano tomó la palabra y arengó al pueblo con mucha vehemencia, prometiéndole el establecimiento de un gran imperio en la América del Sur, gobernado por los descendientes (que todavía existen en Cuzco) de la familia imperial de los incas.”
En apretadísima síntesis, esas fueron las primeras cuestiones jurídicas y de estado tras la declaración de independencia.