Por Pablo Sánchez Latorre (*)
Iñaki Ceberio de León (**)
La actualidad nos conduce a reflexionar sobre el debilitamiento de la democracia y su tensa relación con los derechos humanos (DDHH) desde la discusión teórica, sin dejar de lado una realidad que escapa a los discursos e ingenuas intenciones de las políticas tanto nacionales como internacionales.
De ahí que si consideramos que los DDHH son derechos fundamentales o “presupuestos mínimos” que deberían regir todo ordenamiento jurídico -como es el caso de Argentina, donde tienen rango constitucional- la democracia debe afrontar, cuanto menos, siete desafíos para consolidarse como proyecto político y asegurar los DDHH de manera universal
1. Debe defenderse a si misma
La alarmante situación estalló cuando se conocieron los datos del último Latinobarómetro: el apoyo a la democracia en la región latinoamericana lleva cinco años consecutivos de derrumbes y sólo 53% de los ciudadanos consultados se mostraban partidarios de esta forma de gobierno. Por lo que, cada vez, son más los que desconfían de la democracia y sus instituciones.
En todo el mundo la evaluación de la calidad de la democracia, de la economía de mercado y, en general, de los gobiernos está en niveles mínimos desde que se empezaron a recabar datos, allá por 2006. Pero en el caso concreto de Latinoamérica, las señales de alerta que envía el último Índice de Transformación de la fundación alemana Bertelsmann son especialmente preocupantes: “Hay signos en aumento de un síndrome por el que las élites políticas no logran ofrecer soluciones satisfactorias”.
Esta crisis de confianza está empezando a erosionar la propia legitimidad de los ejecutivos regionales, cuya aprobación está -salvo en contadas excepciones- en niveles históricamente bajos. Más aún, hay una amenaza creciente sobre la legitimidad de la democracia en sí misma, que sigue perdiendo apoyo en la población. En Latinoamérica la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia está amenazando con mutar en un descontento crónico como sistema de gobierno. Esto ha provocado un colectivo social esquizofrénico que ha tendido y tiende, ya sea por manipulación o no, a que se voten “personalidades” o “personajes” que no son realmente democráticos.
El consenso en torno al modelo democrático sigue siendo la nota predominante en América Latina, pero su fuerza es cada vez menor. Los especialistas de la fundación Bertelsmann detectan un bajo estado de ánimo social “alimentado por una creciente discrepancia entre las mayores demandas de los ciudadanos y la falta (real o percibida) de capacidad para resolver los problemas por parte de las élites políticas, cuya reputación se ha visto mermada por escándalos de corrupción en los últimos años”.
Se ha creado un cuadro de magnas fisuras entre los derechos políticos y los sociales y civiles: en la realidad actual los DDHH siguen siendo para amplios sectores de la población simples enunciados poéticos que no se traducen en una mejor calidad de vida.
En efecto, la articulación indivisible entre los diferentes DDHH y la democracia y el desarrollo es aseverar que no se logran avances relevantes en los derechos sociales, económicos y civiles. Los derechos políticos, tan difícilmente alcanzados en muchos países latinoamericanos, tienden a perder sentido; además, esas carencias impiden afirmar la existencia de una verdadera democracia y de desarrollo humano.
La desigualdad está en las venas de la debilidad institucional y democrática de los estados latinoamericanos. La retirada de la equidad económica y social se relaciona con fenómenos cada vez más frecuentes y profundos, como corrupción y violencia, que contribuyen a la perpetuación del poder por los poderes fácticos y por las élites privilegiadas y a la exclusión de los demás ciudadanos del bienestar económico y de la toma de decisiones.
La corrupción, entendida genéricamente, tiene una notabilidad neurálgica en el desmoronamiento de la percepción colectiva hacia la democracia, pues reduce la calidad democrática del Estado, la eficacia y la credibilidad de sus instituciones. Un Estado corrupto es un Estado débil y enfermo, por lo tanto incapaz de garantizar reglas igualitarias que permitan la participación equitativa de toda la ciudadanía y de responder adecuadamente a las demandas públicas. Es un Estado ineficaz.
Otra preocupación que embiste el régimen democrático estriba en que las nuevas generaciones tampoco creen en la democracia. Se preguntan si el sistema político les asegura empleo, seguridad, o una serie de ventajas que necesitan, no si axiológicamente es valiosa. Prefieren sistemas que les asegure eso, aunque no sean democráticos. Es decir, se prefiere el bienestar individual que el colectivo. Hay que reconstruir y readecuar las condiciones del contrato social, desde la ética.
2. Sortear las consecuencias de la globalización
Un colectivo social con pretensiones de sostenibilidad y de equidad ambiental, incluyendo -de igual modo- la justicia intergeneracional, tiene que basarse en la participación inclusiva, sinérgica y proactiva, en la cual los grupos sociales, los afectados, los representantes políticos y la ciudadanía en general, puedan poner en común un conjunto de ideas, así como deliberar e indagar en conjunto caminos para generación de consensos en la identificación y resolución de los problemas ambientales colectivos.
Un proceso en el que las personas son protagonistas de la resolución de problemas, aportando su propia creatividad, puntos de vista, conocimientos y recursos, y compartiendo una responsabilidad en la toma de decisiones que parece imprescindible dada la magnitud de los retos que enfrentan las sociedades contemporánea. En ese camino, la participación es un parámetro básico de la sostenibilidad y un requisito indispensable para la consecución de un modelo equilibrado de desarrollo.
Además, la participación política no puede percibirse como un problema impuesto y que a la vez complica la gestión sino como una condición necesaria, aunque desde ya no suficiente, para el camino hacia la sostenibilidad.
La democracia y la sociedad sostenible son un camino. El vínculo de unión entre la sostenibilidad y la democracia se advierte en la comprobación de que los problemas ambientales son desde ya básicamente políticos y por lo tanto, más allá de cuestiones técnicas o teóricas diversas, tienen causas y soluciones políticas.
3. Adaptarse al impacto de las nuevas tecnologías
Las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC) han llegado para quedarse y reconfigurar nuestras vidas en los planos ontológicos, epistemológicos y éticos, generando nuevos problemas, pero a su vez, generando también nuevas soluciones con respecto a la democracia y los DDHH.
En resumidas cuentas, tenemos dos polos en los cuales los más temerosos de la tecnología ven la implementación del Gran Hermano en el cual la democracia y los DDHH correrían serios peligros; y los más optimistas, en el cual Internet nos brindaría la posibilidad de crear las condiciones necesarias para instaurar una democracia más sustantiva y un instrumento para velar con el cumplimiento de los DDHH.
La solución implica una mayor reflexividad en el ámbito científico y académico que no se está dando a la velocidad con la cual se están implementado los avances tecnológicos, encontrándonos ante vacíos legales como por ejemplo los ciberdelitos.
De ahí que se esté hablando de los Derechos Humanos de Cuarta Generación que operan en el entorno virtual y que deberían de garantizar nuevos derechos como acceso a la tecnología, a la información y a la seguridad digital.
Otro aspecto a tener en cuenta con la intrusión de las tic es el efecto de las redes sociales como instrumento democrático y control social del cumplimiento de los DDHH. Si bien hay un riesgo de manipulación, tal como lo señala Harari, y dicho fantasma ha estado presente en las últimas elecciones de EEUU y de Brasil, queda claro actualmente las redes sociales están impactando de manera decisiva en cuanto a visibilización de las vulneraciones a los DDHH.
Hasta hace bien poco, la responsabilidad caía en manos de los medios de comunicación, pero actualmente, cualquiera que tenga un celular en la mano puede difundir cualquier vulneración y a las horas convertirse en un fenómeno viral. De ahí que estemos en escenarios más imprevisibles.
4. Tener un eficiente control popular sobre la administración de la justicia
La crisis del modelo se percibe a partir de entender que el derecho positivo no siempre provee razones suficientes para justificar una decisión judicial, más allá de que la ley puede ofrecer una solución clara para el caso concreto que debe decidirse. Si se concibe el concepto de derecho al margen de la moral -desprovisto de valores-, la sociedad caerá en un abismo ético, de difícil o imposible recuperación del tejido más sensible del complejo entramado que componen los nervios de la justicia.
El nuevo paradigma, el “Estado de Derecho Constitucional”, aparece como una etapa deconstructiva de la vetusta concepción antes descripta, que supuso la ruptura de la sinonimia entre derecho y ley; por ende, el reconocimiento consiguiente a la Constitución como fuente del derecho, más aún, como el derecho más alto dentro de las fuentes del derecho. La moral emigra a la concepción del derecho, ya no es lo mismo derecho y ley, son conceptos absolutamente diferentes. Para decirlo en terminología del derecho anglosajón norteamericano, se reconoce que la Constitución es el higher law de los distintos sistemas jurídicos.
En este contexto, se crean tribunales constitucionales, con el encargo de fiscalizar y velar por la supremacía constitucional, y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), como un tribunal supremo de Derecho Humanos, mediante el cual los Estados amplían sus fronteras para acudir ante ella, como una instancia supranacional, para controlar la convencionalidad de las decisiones de las Supremas Cortes Nacionales y hacer prevalecer la superioridad del derecho internacional de los Derechos Humanos.
Paradójicamente, se advierte que mientras el Poder Legislativo ha decidido empoderar a los jueces con mayores facultades, la desconfianza ciudadana se ha incrementado proporcionalmente en las instituciones judiciales.
Entonces, se puede pensar en un sistema de control ciudadano estructurado sobre la base de un organismo público con miembros de organizaciones, centros, espacios, etcétera, en el que participen los vecinos; y con ello generar una representatividad que garantice la pluralidad y participación de los éstos.
Preocupa la exclusión y la falta de participación de éstos en el control de la magistratura, ya que los abogados son un medio indispensable para el buen funcionamiento de la Justicia y especialmente la sociedad civil, que en definitiva es la receptora esencial del servicio de justicia.
Entonces, el esfuerzo debe ser el fruto de todos y cada uno de los integrantes del tejido social para empezar a caminar positivamente en la reversión de la esquizofrenia en la cual se encuentra sumido el sistema judicial, apelando a una cultura de la paz, al diálogo y a la educación de la convivencia ciudadana.
5. Aumentar el compromiso de los intelectuales ante los problemas sociales
Lejos estamos del compromiso social por parte de los intelectuales, a excepción de académicos que por sus compromisos sociales quedan tildados de heterodoxos y utópicos.
También estamos lejos de los años 60 del siglo pasado, cuando Jean-Paul Sartre y Michel Foucault se manifestaban en primera fila contra el establishment. Sin embargo, el intelectualismo fue cayendo en los brazos de Morfeo, imbuyéndose en la vorágine academicista de los papers, Congresos y demás productos académicos que engordan el currículum vitae. Como indica Pierre Bourdieu, el Homo Academicus se sitúa en el polo del poder atados de pies y manos con la institución y los proyectos de investigación más sujetos al liberalismo científico-técnico que al bien común que predicaban Platón y Aristóteles con el surgimiento de la academia. Sin embargo, paralelamente -al grito de “otra sociedad es posible”- también hay otra posibilidad de universidad y de academia; una universidad que trabaja por el bien común, comunitariamente y bajo el principio de responsabilidad, valores presentes también en la democracia.
Universidad y democracia están íntimamente ligadas pues aquélla no debería limitarse a la formación científico-técnica (buenos profesionales) sino que -además- debe formar, como todo proceso formativo, buenos ciudadanos, personas educadas en los principales valores humanos, respeto por la paz, la libertad y un espíritu crítico para pensar por sí mismos. Y esto implica que sus académicos sean el más vivo ejemplo de los valores que se pretenden inculcar en los estudiantes, y a partir de los conocimientos que se generan en el ámbito académico, sean a su vez un foco de influencia que apoye y sustente las tomas de decisiones políticas, con lo cual, los académicos además de indignarse deben de comprometerse.
6. Reformular la estructura funcional de la república constitucional
Las constituciones latinoamericanas desarrollaron una retórica y textos muy progresivos, en la parte que tiene que ver con los derechos, entonces las mayorías de las constituciones tienen derechos de todo tipo -y no está mal-, pero eso no se ha acompañado por reformas acordes en la parte de la organización del poder, sino que esa parte se mantuvo tan retrógrada como estaba en sus orígenes del siglo XVIII.
Entonces, tenemos una parte de la Constitución que vibra a una velocidad, y tiene un espíritu democrático, horizontal, aperturista, progresivo y participativo, y otra parte de la Constitución, que es la más relevante, que es la que tiene que ver con la organización del poder, se mantiene, por el contrario, organizando una estructura de poder vertical, concentrada, poco participativa que dificulta la intervención ciudadana en la vida pública.
Es una idea común aquella que dice que en los últimos años se ha dado un proceso de “inflación de derechos” que pone en serio conflicto al sistema político mayoritario.
Dicho proceso resultaría especialmente notable en Latinoamérica. La existencia de esta “inflación de derechos” parecería avalada por los datos que surgen del análisis de las más recientes Constituciones latinoamericanas. Ellas muestran un fuerte crecimiento en su sección “dogmática” que anteriormente, y salvo algunas excepciones importantes, tendían a incluir listas de derechos más modestas.
El sistema democrático exige el respeto de ciertas “precondiciones” elementales: el respeto de algunas reglas procedimentales básicas (que incluyen, por ejemplo, el establecimiento de la libertad de expresión; la libertad de asociación; las reglas que organizan el voto periódico y califican la ciudadanía); y el respeto de la autonomía de las personas.
Con esto último, queremos significar que en ésta democracia se permite (en un sentido fuerte) que las personas escojan y lleven adelante sus planes de vida. El Estado debería no reprimir a las personas por sus convicciones más íntimas.
Lo que se infiere es que el modelo republicano no tiene la fuerza y eficacia administrativa, presupuestaria y de gestión trasparente, para operar la maquinaria de derechos que se han reconocidos. El desafío es justamente pensar nuevas instituciones y trazar políticas públicas inteligentes y amigables con el colectivo social para permitir la plena operatividad de los derechos humanos.
A modo de conclusión, el último punto nos conduce inevitablemente a reestructurar la República y el espíritu republicano, superando los liderazgos focalizando más en la comunidad. No necesitamos líderes sino representantes que obren en base al bien común.
Para ello es necesario un compromiso más activo por parte de los intelectuales, la ciencia y la justicia, una sociedad más activa y dialogante con los poderes republicanos. De ahí la necesidad de instituciones fuertes que muestren los límites al mercado y a las grandes fortunas cuyos beneficios nunca pongan en riesgo al resto de la población. También se requiere de una mayor conciencia y presencia de la reflexión ética que eviten la corrupción y los desafíos propios de un mundo globalizado como Internet, los desastres ambientales y sociales del planeta. Esta reflexión ética conduciría a la construcción de un nuevo contrato social y ecológico y la inclusión de los Derechos Humanos de Cuarta Generación.
Queda claro que hay una relación íntima entre democracia y DDHH. Sin democracia no hay espacio para el cumplimiento de los DDHH, y sin DDHH no puede haber democracia. Fortaleciendo la democracia, fortalecemos los DDHH y viceversa.
(*) Abogado. Profesor de Historia del Derecho en la
Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y
Universidad Católica de Córdoba (UCC).
(**) Doctor en Filosofía por la Universidad del País Vasco
(España), posdoctorado en Filosofía Ambiental en el Centro de Estudios Ambientales de la Universidad Austral de Chile.