Nos hallamos frente a una nueva ola en el desarrollo de la pandemia del covid-19. Por segunda vez, todo parece un déjà vu, en versión aumentada y con efectos al parecer más severos que la anterior inercia al desatarse el fenómeno. El número de casos ha aumentado exponencialmente y sus consecuencias en lo sanitario, social-económico y político parecen ser mucho más duras.
Frente a ello, es necesario que las autoridades, además de apelar al cuidado individual, tomen medidas para disminuir sus efectos. En esta dirección el Gobierno nacional dictó un decreto de necesidad de urgencia que impone restricciones a la actividad de los ciudadanos, concentradas en especial en el área metropolitana de Buenos Aires.
Dichas medidas consisten básicamente, cuidándose de decirlo, en un toque de queda desde las 20 a las 6 de la mañana del día siguiente. El cierre de bares y restaurantes y otras actividades comerciales, su restricción al aire libre en el resto del día y, además, tal vez la que mayor rechazo produjo: la suspensión de las clases presenciales. Todo, en principio, hasta fin de mes.
La reacción social fue crítica a tales medidas. Aun durante el mensaje presidencial hubo varios cacerolazos y bocinazos, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires. Las primeras encuestas demuestran el mayoritario rechazo a la medida relativa a suspender la presencialidad de las clases. Esta reacción nos lleva a hacer algunas consideraciones al respecto.
Yendo al análisis causal, está claro que, dejando de lado a una minoría dogmática, que sostiene que el covid no existe, la mayoría de la población entiende que hay que cuidarse y que medidas públicas en esta dirección son necesarias. Cabe preguntarse entonces por los motivos de dicho rechazo tan contundente.
Creemos que el principal motivo es el hastío. El encierro prolongado del año pasado, la necesidad económica -sobre todo en un país con más de 40% de pobreza-, los efectos psicológicos y educativos que han sufrido los niños, son gotas que parecen haber colmado el vaso de la paciencia de una parte importante de la población.
Otra parte de la explicación es la perdida de credibilidad y aceptación social del gobierno. Las cuestiones del denominado “vacunatorio VIP”, las idas, vueltas y demoras con el abastecimiento de las vacunas, cuestiones nunca explicadas como el rompimiento con Pfizer luego de poner el Estado argentino 6.000 voluntarios para su testeo sin obtener nada a cambio, ni tener ninguna garantía, han erosionado y mucho el respaldo de los ciudadanos a los funcionarios nacionales.
A ello debe agregársele una fórmula comunicacional que -entendemos- no suma, centrada en sindicar culpables antes que en decir cómo se sigue más allá de las medidas de coyuntura. Es que en el pensamiento ciudadano se halla cada vez más arraigado la idea de que no se tiene una gestión integral de la crisis y que tampoco se planifica más allá de baterías de medidas de 15 días de alcance, tomadas de forma unilateral y sin expresar la información fina en que se basan para adoptarlas.
Otro de los motivos es la contradicción en los mensajes y resoluciones. Por ejemplo, en la mañana del día del mensaje presidencial los ministros de Salud y Educación manifiestan públicamente que lo último que se cerrará son las escuelas y a la noche el Presidente anuncia exactamente lo contrario.
Repárese en que la crítica no es a las medidas en sí, sino a la forma en que se han adoptado. Se reclama una razonabilidad con base en la consideración de la situación de forma integral. En tiempos de pandemia críticos, valores públicos como la transparencia, el diálogo, la coherencia y la razonabilidad, son capitales para poder gerenciar la crisis de parte de los poderes públicos. Lo hemos dicho ya en esta columna. Lo volvemos a expresar ahora.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales