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Los Consejos de la Magistratura y el tránsito del autismo al republicanismo judicial

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La irrupción y consolidación de esta institución ha contribuido a visibilizar la labor de los jueces y a proyectarla de un modo más “humano” en la sociedad. Los paradigmas del cambio.

Por Armando S. Andruet (h)
Twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia

Si bien es cierto que nos hemos referido, en otras contribuciones escritas para Comercio y Justicia, al tópico del epígrafe (como también lo hicimos en otros lugares más académicos), consideramos que corresponde insistir sobre dicho anclaje, que si bien tiene una naturaleza especulativa, resulta de todas formas apto para intentar comprender algunos de los tantos movimientos profundos que la magistratura argentina en términos generales viene ya produciendo, o que se visualizan como inexorables de producirse a relativo corto plazo.

Para hacer una aproximación a la cuestión central del suceso que nos ocupa no se puede desconocer que una de las grandes transformaciones que el Poder Judicial argentino ha tenido en las últimas décadas fue la producida con posterioridad a la promulgación de la Constitución del año 1994, y en particular por la puesta en letra constitucional del Consejo de la Magistratura que, luego de algunos años, sería finalmente instrumentado en su operatividad.

Dicha innovación en la institución judicial -conocida en otros Poderes Judiciales (PPJJ) latinoamericanos para esa fecha- en alguna medida fue también seguida por varios PPJJ provinciales, por lo cual se generaron en dichos ámbitos los respectivos Consejos de la Magistratura provinciales. Ello sin perjuicio de las notables diferencias de construcción, responsabilidad y decisión que eran acordadas en ellos.

De cualquier manera, no se puede ocultar que en ambos casos, el nacional y los provinciales, las mencionadas instituciones vinieron a recoger la actualización -al menos desde la teoría- de una ansiada autonomía y autarquía que los PPJJ aspiraban encontrar para su propio desarrollo, durante mucho tiempo atrás.

La exigencia de ser visibilizados
Lo incuestionablemente cierto es que con tales procesos de autodefinición de los PPJJ (con independencia de los matices que en cada provincia o Estado federal los Consejos de la Magistratura acordaron), los jueces comprendieron que el tiempo les deparaba -y finalmente les impondría- la posibilidad (o la exigencia) de ser “visibilizados”, “escuchados” y también “cuestionados” por la ciudadanía en general, en cuanto que el rol que los Consejos de la Magistratura les imponía era propiamente el de ser actores políticos institucionales.

Entonces no cabía tanto como antes la producción de “blindajes” jurisdiccionales a los que durante tanto tiempo los jueces han estado por demás acostumbrados, mediante los cuales se podían reconocer ellos con una suerte de inmunidad frente a los avatares corrientes de la vida en comunidad.

De tal manera, los jueces quedaron obligados a cumplir con los nuevos roles que la dinámica de la función de los Consejos de la Magistratura les imponían. Tuvieron que enfrentar una sociedad civil que cuestionaba, con y sin razón, la manera de cumplir ellos sus prácticas, sus modos realizativos conductuales, los discursos que formulan y las decisiones que son tomadas. Todas ellas son cuestiones que antes eran cumplidas desde una atalaya en donde no se admitía -o era claramente cuestionado- el debate público de los comportamientos impropios de los jueces.

A partir de dicha institucionalización de los Consejos de la Magistratura, con todo lo que impone dicha instancia en la formación de cuadros judiciales heterodoxos y no propios de la misma masa profesional judicial, los jueces se vieron impelidos a tener que socializar de una manera pública con otros actores institucionales de la vida política del Estado y, con ello, finalmente se empezó a comprender que los poderes del Estado son tres y que cada uno de ellos vale tanto cuanto se lo quiera hacer valer. Ello dependerá al fin de las responsabilidades y compromisos de los propios jueces.

“Hablan por sus sentencias”
Durante mucho tiempo y quizás fruto de una tradición política entre conservadora y caudillista, la magistratura estimaba que el Poder Judicial funcionaría mejor si los jueces no tenían voz y presencia en la sociedad. Por ello se consolidó de una manera casi dogmática la creencia de que los jueces sólo debían hablar por sus sentencias, fortaleciendo así la tesis de que sólo se ocupaban ellos de las cuestiones jurisdiccionales y que todo lo demás resultaba ajeno a la mencionada función jurisdiccional.

Lejos de garantizar la inmersión pública de los jueces en el territorio social adonde las resoluciones judiciales están encaminadas, dicha tesis daba a luz una fuerte desvinculación de la función judicial de la sociedad civil.

Si bien importaba una distancia al menos institucional entre los jueces y la sociedad civil (con independencia de los casos particulares que en sentido inverso existieran), tal circunstancia fue también construyendo en los mismos individuos jueces una realización biográfica que podía oscilar entre dos posiciones extremas y que todos conocemos ejemplos de cualquiera de ellas.

Por una parte, los jueces que, sabedores de la necesidad de mantener la pureza de la jurisdicción, encontraban que ella sólo podía ser sostenida a partir de un proceso de aislamiento voluntario de lo social para que ningún elemento ajeno perturbara dicha tranquilidad espiritual necesaria para la buena realización de la jurisdicción. Los jueces así se convirtieron en una suerte de sujetos poco frecuentados por quienes no participaban de dicha comunidad, fortaleciendo con ello el proyecto hegemónico y endogámico de un Poder Judicial preservado de todo tipo de interferencias ajenas al mencionado poder. Esta clase de jueces hizo culto de un modelo de judicatura más propia de un sacerdocio sin fieles que de un funcionario público comprometido con su alta dignidad funcional.

Por otra parte, también dicha circunstancia generó que si bien algunos jueces que aspiraban y alcanzaron cierta medida de una vida de realización impoluta y casi predicable de una pureza no posible de lograr sin esfuerzo, constancia y fortaleza, otros que no tenían dichas virtudes y entrenamientos suficientes quedaban irremediablemente aferrados a una vida que, sin ser licenciosa, tenía muchos comportamientos impropios y que socialmente eran ignorados en forma deliberada. Por ello se generaba una suerte de disculpa previa de los desatinos morales que los jueces podían tener, todo lo cual se explicaba en que para la sociedad civil era preferible fortalecer el imaginario colectivo de la eticidad prusiana de los jueces antes que reconocerlos como hombres tan débiles en sus apetitos como cualquier otro.

En realidad se termina por comprender que el valor simbólico de la judicatura estaba por encima de cualquier fisura individual que en la vida moral los jueces podían tener y por lo tanto, cuando existía, se disimulaba o simplemente se ocultaba. A fin de cuentas, era preferible pagar el costo del silencio antes que romper los códigos del autismo judicial, que exigían componentes de ambos lugares: de los jueces por una parte y de la sociedad por la otra.

Ruptura de un modelo
Los Consejos de la Magistratura, en modo evidente impusieron una ruptura con un modelo social de magistratura autista, distante, a veces dogmática y altamente blindada para fortalecer  los modelos hegemónicos. Los jueces tuvieron que mostrarse socialmente como hombres con más responsabilidades y con semejantes debilidades a las de cualquier otro ciudadano, aunque quizás con un mejor entrenamiento para hacerse cargo de ellas.

Tal circunstancia también abrirá dos vertientes judiciales en que los jueces por diferentes razones tomarán partido: algunos transitarán su apego a una dimensión próxima a la “democratización judicial”, y otros ensayarán un desarrollo de “republicanismo judicial”.

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