ESCUCHAREste domingo pasado, la democracia argentina asistió a un evento inédito: la segunda vuelta de la elección presidencial. Treinta y dos millones de electores votaron para consagrar a un nuevo jefe del Estado argentino.
Nada mejor para presentar nuestro punto de vista que citar el párrafo de la obra de John Donne Devotions Upon Emergent Occasions, de 1624, que Ernest Hemingway reprodujo en el inicio de su célebre novela Por quién doblan las campanas: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra (…) por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.
Es por eso que entendemos que este domingo último ganamos y perdimos, nos esperanzamos y nos desilusionamos, cambiamos y quedamos igual.
Dejamos de lado el análisis político de coyuntura. Ya los medios han reflejado lo suficiente.
Preferimos, en cambio, situarnos en lo que deja de cara a una de las cuestiones más centrales a la supervivencia democrática: la calidad institucional.
A Dios gracias, el “sub 30” de nuestra sociedad ve en la forma democrática el estado natural de la organización política nacional. Pero quienes apuntamos más años sabemos lo difícil que es llegar a eso y, por sobre todo, lo fácil que puede perderse. También, como meridiana aceptación, existe consenso en que la mejor forma de fortalecer a la democracia es desterrar sus vicios, antes que disimularlos o, peor aún, usarlos espuriamente para algún beneficio egoísta de ocasión.
Somos una sociedad que fácilmente entra en crisis. Somos una población demasiado propensa a generar divisiones, a estigmatizar al distinto. A creer que existe una sola verdad y que defenderla es una suerte de “cruzada” contra los “infieles”. Por lo general, dichos “infieles” son seres cuasi malignos, cercanos al oprobio nada más por pensar distinto.
Tenemos muchas cosas buenas en nuestro colectivo nacional. Pero el fortalecimiento institucional pasa por no quedarnos con eso y desterrar los aspectos negativos.
No nos ha ido muy bien a los argentinos cuando nos hemos enfrentado y separado.
Esperamos que en los tiempos que vienen se consolide la idea de fraternidad política, virtud cívica que lejos de la unanimidad y de la tolerancia en el actuar frente a los demás, requiere que desarrollemos la capacidad de tomar en consideración las opiniones de los otros al momento de hacer nuestras deliberaciones. La capacidad de generar consensos y de encontrar el común denominador entre las distintas posturas parecer ser dos capacidades en creciente demanda de parte del electorado.
Ojalá que el nuevo presidente sea capaz de superar todas esas divisiones y no sólo respete y escuche a quienes no piensen como el sino que sea capaz de hacer, de esa actitud, una práctica política que se consolide entre nosotros.
Aceptar los yerros y conceder la razón al oponente son gestos que definen no sólo a un estadista sino a una gran persona. Rectificar lo que puede mejorarse, poner en práctica los aportes del otro, también.
Como señala Antohny Kronman en su artículo “Vivir en el derecho”: “Una decisión política sabia o propia de un estadista es la que permite a los miembros de su comunidad, sus partes constituyentes, vivir juntos en camaradería a pesar de las diferentes opiniones que los han separado en el pasado, y que sin duda, seguirán separándolos en el futuro.”
Los argentinos podemos lograrlo, perfectamente. De hecho, no es tan complejo, aunque sí exige un par de cosas no siempre presentes en este punto de nuestra historia: honestidad en las ideas y la palabra y grandeza en los actos.
* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. **Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica
