Por Carlos Ighina (*)
La Pasión es un camino trágico expresado en etapas, que son otros tantos hitos dolorosos del itinerario personal de los últimos días de Jesucristo. La Semana Santa -o Semana Mayor- siempre fue importante. Memorias, escritos, recordaciones, notas periodísticas, tradiciones orales nos brindan retazos de costumbres que fueron y que hoy suenan un tanto lejanas.
Durante el período hispánico, la Semana Santa de nuestra Córdoba, heredera de aquellas otras del sur de España, a pesar de las distancias geográficas y temporales, tomó muchos de los tintes colectivos de esas fuentes devocionales.
Sin embargo, hubo momentos en los cuales la piedad, la compasión y la congoja parecieron rebotar ante la dureza de una coraza de costumbres sociales tan arraigadas como injustas, aparentemente sordas a la palabra amorosa del cristianismo.
Luis Roberto Altamira nos relata, basado en fuentes documentales, los padecimientos de Pilar Granados, parda liberta y cristiana cabal, que se ganaba honradamente la vida como sirvienta de acomodadas familias, quien el Viernes santo de 1772, con vestidos sencillos y remendados, pretendió ocupar un lugar de escucha del sermón que se daba en la vieja iglesia de Santo Domingo, junto a dos damas ricamente ataviadas, sufriendo en el camino hacia a ese lugar, mientras caminaba abriéndose paso con respetuosas palabras en medio de una atestada feligresía, todo tipo de improperios y vejámenes por parte de señoras que lucían finas sedas y blancos algodones de Cambray, hasta el punto de quebrarse su apostura de mujer humilde y reaccionar con amago de brusquedad ante una ofensa evidente. Maltratada de inmediato y demandada por señoras de alcurnia que no cejaron hasta las últimas consecuencias, fue llevada presa al Cabildo, engrillada y condenada finalmente a dos horas amarrada al rollo de la plaza pública y al destierro por dos años, no obstante que el médico que la revisó le constató una úlcera en el pecho, es decir, cáncer.
Pero este tipo de suceso, como otros que se le asemejaron, vestigio de una época de hondas desigualdades sociales, fue mitigado con el tiempo por la piedad ambiente y un paulatino sinceramiento de los sentimientos cristianos, que en su esencia no admiten diferencias e inducen al amor compartido, o sea, a la compasión.
En fin, pese a sus alternativas, siempre ha sido ésta una semana de recogimiento, tanto que, por mucho tiempo, los coches se privaban por las calles adoquinadas, las campanas quedaban mudas y la gente, musitando en voz baja, sólo se movía de templo en templo.
La Semana Mayor ha convocado a los cordobeses en torno a los sufrimientos de Cristo desde su primera conmemoración después de la llegada de los españoles; desde entonces lo solemne, lo litúrgico, lo piadoso se ha mezclado con lo formal y lo vanamente mundano, manteniéndose, eso sí, los atisbos a la vez llamativos como dramáticos de las celebraciones andaluzas, caminando por la misma acera los sentidos pesares con las falencias de la condición humana.
Domingo de Ramos
Los actos litúrgicos siempre han comenzado el Domingo de Ramos, que de una manera a la vez solemne y acongojada, pero no exenta de cierta exaltación festiva, mediante las muestras de alegría que despertaba el recuerdo de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, expresividad popular que, sin embargo, se recataba ante la inminencia de la depresión ambiente que teñiría la Semana de la Pasión, sensación ésta que se acrecentaba con el paso de los días.
En Córdoba, la bendición de los ramos de olivo, aunque también la palma bendita en esa fecha fue empleada también en diversidad de conjuros a los que la gente antigua apelaba ante males reales o imaginarios, arraigó como una costumbre piadosa que adquirió su relevancia a medida que los españoles fueron incorporando sus plantas a la generosidad de nuestras tierras.
De la importancia de esta celebración nos habla el acta capitular del 13 de abril de 1810, cuando dice que “era práctica inconcusa desde la víspera de Ramos sesen (sic) las causas civiles hasta después de pasqua de Resurrección”.
No obstante el significado de la fiesta, la preocupación por los excesos que podía cobijar este poco frecuente clima de alboroto callejero determinó en diversos momentos disposiciones preventivas por parte de autoridades tanto civiles como eclesiásticas.
La meticulosidad de Ana María Martínez de Sánchez nos describe una serie de normas procuradas en ese sentido, originadas en la mayoría de los casos del poder real, que ya en los siglos XVI y XVII había provisto cédulas en previsión de la relajación de las costumbres. Un asunto retomado con frecuencia era el de la hora de terminación de las ceremonias. El obispo Moscoso se refiere “a costumbres no adecuadas, más de día que de noche”, atribuyéndolas a gente de pueblo y campaña e incluso a la deshonestidad de ciertos vecinos. En 1782, el Sínodo Limense prohíbe sermones, novenas y otros actos piadosos después de la oración. Luego de algunas controversias, el obispo y el gobernador llegan a acuerdos en lo que hace a horarios ceremoniales, reservándose los rosarios públicos del anochecer exclusivamente para varones.
Este temor a las sombras trajo consecuencias no previstas, pues la gente del pueblo comenzó a rehuir presentarse en las procesiones diurnas por prurito a la modestia de sus ropas, desoyendo el llamado de las campanas. Ante esta situación, dichas reuniones piadosas comenzaron a realizarse más tarde. En 1792, evaluando experiencias, el obispo y el gobernador, que lo era el marqués de Sobre Monte, arriba a una concordancia estable.
Transcurridas las expresiones de alegría, los altares quedaban sin vestiduras, desaparecían los cortinados, los adornos, predominaba en todo el color morado que daba tono a la tristeza ambiente hasta la noche de la Resurrección.
Lunes Santo
En 1795 salía la llamada Procesión de San Pedro. El piadoso cortejo partía hacia la hora de la oración, de tal modo que armonizasen los prejuicios episcopales -Moscoso- con el realismo del gobernador -Sobre Monte-, quien no desconfiaba tanto de los atrevimientos de la gente del pueblo y se inclinaba a disimular las vergüenzas de los humildes. La preocupación de Moscoso residía en la concurrencia de gentes ganadas por los rápidos progresos del “lujo y la deshonestidad de los vestuarios, permitiendo la oscuridad ocultar estos excesos”.
Martes Santo
Hacia 1870 -lo cuenta don Julio Maldonado- ya se llevaba a cabo la Procesión de los Azotes, que salía de la Iglesia de La Merced, el martes por la noche. Se trataba de una de las reuniones religiosas más populares y concurridas. Durante ella, una imagen de Jesús Nazareno era castigada por un par de corpulentos mozalbetes, aparentemente ataviados como soldados judíos, que blandían cimbreantes látigos.
Miércoles Santo
El padre Grenón refiere que en el último cuarto del siglo XVII, un acuerdo capitular instala la Compañía de Jesús Nazareno, que caracterizaría las procesiones del Miércoles Santo en cuanto pasacalle religioso. Esta manifestación de fe tuvo su origen en el poder civil, evidentemente como una señal de los tiempos.
Los devotos caballeros portaban al hombro una cruz de regular talle y cada uno de ellos llevaba un capuz alto con caídas que les tapaban las caras, ocultando la miseria del propio rostro, como observa Grenón.
Un libro de la cofradía, que hubo de conservarse en el Archivo de Tribunales, reproduce la carta de su fundación concretada en el Convento de Santo Domingo.
Los portantes llevaban en andas ornamentadas las imágenes del Salvador y de la Dolorosa, mientras que en la Plaza Mayor se armaba un altar con la representación del Calvario, que despertaba la veneración popular.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera