Por Esteban Magnani (*)
En sus comienzos, Internet prometía ser la arena donde concretar el sueño democrático: todos en un plano de igualdad, diciendo su opinión y discutiendo sin importar su posición social. Si bien surgieron algunas experiencias interesantes, la promesa quedó trunca cuando se descubrió el gigantesco potencial económico de la red de redes; Internet comenzó a parecerse cada vez más a los medios anteriores con poder fuertemente concentrado. El golpe de gracia al sueño de Internet lo generaron las redes sociales que supieron entretejerse con prácticas tan básicas como la amistad, el deseo de aparentar o mantenerse en contacto con grupos afines. Este rol, muchas veces celebrado y que se ha naturalizado enormemente, tenía un fin económico fundamental: mantenernos en las redes para ofrecer nuestra atención a los avisadores y así monetizarla por medio de la publicidad. Además, como estas redes cuentan con nuestros datos, aprendieron a ser mucho más eficientes a la hora de mostrar publicidades a quien realmente pudiera tener interés en comprar el producto y a mantenernos interesados: priorizar fotos, mostrarnos aquello que, saben, nos gustará, hacerse ubicuos a través de distintos dispositivos, dar más servicios para mantenernos siempre conectados y más. Así una parte significativa de nuestra vida social se insertó en un modelo de negocios sostenido por la publicidad.
Los avisos buscan convencernos, incentivarnos a determinadas acciones (la compra de un producto) y, evidentemente, tienen algún grado de efectividad aunque no sea, obviamente, absoluta ¿Por qué las empresas gastarían tanto dinero en publicidad si no cumplieran al menos en parte su objetivo? ¿Cómo se explicaría, si no, que con menos de dos décadas de existencia Google y Facebook pasaran a contarse entre las empresas más ricas y poderosas del planeta?
El conocimiento sobre cómo interesar a la población y estimularla para determinadas acciones resultó una obvia tentación para otro tipo de manipulaciones. Los servicios rusos, en parte gracias a la experiencia acumulada en su propio país, utilizaron con eficiencia las redes sociales como vector para intervenir sobre el corazón del hegemón en un momento sensible: las elecciones. Herramientas para segmentar los públicos de manera muy fina, titulares irresistibles, noticias falsas pensadas para encajar en los prejuicios de cada potencial receptor fueron explotados no solo por agentes rusos sino también por otras plataformas cuyo fin era puramente económico, pero que incrementaron el “ruido” de la campaña.
¿Se puede “hipnotizar” las masas para que hagan determinadas cosas? Sí y no: por un lado ya ha ocurrido con medios anteriores (pensar el lugar de la radio para el nazismo) que pueden aunar a las mayorías. En este caso, es más sutil porque no se trata tanto de generar conductas únicas sino de explotar características individuales para crear realidades verosímiles para cada sujeto. La idea es generar relatos funcionales a los intereses propios. ¿Esto quiere decir que el poder es absoluto? Lo cierto es que algunas de estas herramientas también fueron usadas por quienes perdieron elecciones, por lo que la pregunta pierde sentido. De hecho, los intentos desde cuentas rusas por intervenir en el balotaje de 2017 en Francia en favor de Le Pen no lograron su objetivo.
En el caso de Estados Unidos, parte del alboroto actual se debe a que sectores muy poderosos de medios, empresas tecnológicas o, incluso, del poder financiero no esperaban ni deseaban la victoria de Donald Trump y están buscando una explicación de cómo perdieron el control sobre su creación. Parte de la respuesta la dará la injerencia rusa en cuestiones internas, pero tampoco podrán ignorar lo que implica el brutal poder social de las redes y su lógica interna. Y también, claro, deberán analizar la realidad material, en la cual la desilusión de los estadounidenses con los gobernantes tradicionales abrió la brecha para colar estos mensajes.
* Escritor y periodista especializado en tecnología. Director de la carrera Medios Audiovisuales y Digitales, de la Universidad Nacional de Rafaela (Unraf).