Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)
Aun en estos tiempos de aislamiento y alienación de algunos, el ser humano no puede vivir en soledad, más allá que sea o no su gusto. Por una elemental razón de satisfacer necesidades básicas, se debe relacionar con otros. De allí la exigencia de regular tales interacciones. Se trata de un campo social que es objeto de varias disciplinas, desde la moral y la religión a la ética y el derecho.
No puede haber vida social posible sin cumplir con una serie de reglas de comportamiento; dicha exigencia determina la correlatividad de un deber o responsabilidad social, obligaciones que cada individuo debe cumplir con los demás.
La responsabilidad social no es un concepto nuevo, pudiendo remontar su origen a los filósofos griegos primero, y luego a las regulaciones legales romanas.
En nuestros días, la difusión de la tecnología y el avance científico en materia de comunicaciones, determina que cada día no solo es más fácil acceder a la información, sino también que nunca antes en la historia de humanidad tantos han podido expresarse respecto de los temas más diversos con tal alcance general e indeterminado, vía Facebook, Instagram, Twitter o cualquier otro canal informático.
Ello, a la par de brindar posibilidades antes impensadas de expresión personal, trae aparejado también nuevas responsabilidades. Nada de lo que se dice, ni nada de lo que se hace es gratis.
Sin embargo, hechos como el video en que se arroja un animal en vuelo desde un helicóptero a una pileta, como también la terrible muerte del joven Fernando Báez Sosa en Villa Gesell, igualmente filmado, a mano de diez jóvenes que tienen en común su calidad de rugbiers, deben llevarnos a reflexionar sobre como manejan el reproche público algunos.
Hay, a la par de la razonable conmoción pública, actitudes de algunos de regodearse respecto de los aspectos más truculentos de esos u otros hechos, para ganar un punto más de rating en el caso de algunos medios, o para desahogar frustraciones personales que nada tienen que ver con el tema en otros.
Es así que se cuestiona o se defiende el deporte del rugby, sentándolo también en el banquillo de los acusados o absolviéndolo de culpa y cargo.
Hay, en no pocos, una tendencia a la generalización no sólo por demás injusta y carente de fundamento, sino que también revela prejuicios o resentimientos poco felices.
Escuchamos a alguien decir, frente a lo del helicóptero, que “los ricos son todos iguales”. Una frase marcada por un reduccionismo infantil y una discriminación peligrosa, aunque se dirija al sector con mayores ingresos de la sociedad.
En el caso de los rugbiers se ha llegado a demonizar un deporte que, como cualquier otro, tiene buenos y malos. El rugby no es mejor o peor que cualquier otro deporte de contacto. No da estatus alguno su práctica, como pretenden algunos, no te hace mejor que nadie, ni convierte a nadie en violento que no lo traiga ya dentro. Igual que pasó con el boxeo, al que también se demonizó en su tiempo.
Es como si hubiera una necesidad de ensañarse con los casos que cobran notoriedad pública. No decimos con esto no que exista o no se manifieste el reproche social. Pero entendemos que el mismo debe producirse dentro de los contornos del caso y no mezclando peras con manzanas. Si no, ya no se trata de pedir justicia sino de una revancha.
Tampoco les suma mucho a las víctimas, que se las sature con preguntas y expresiones poco felices, revolviéndoles en su dolor.
Nada nos define mejor como sociedad que como tratamos las cuestiones ríspidas, incómodas, conmocionantes. Existe al respecto una responsabilidad de la que no podemos hacernos los distraídos. El desafío es, desde la palabra o los actos, construir, superar, impedir a futuro la reiteración de cuestiones aberrantes, en vez de que el caso solo resulte una excusa, en no pocos casos, para dar rienda suelta a un morbo personal o colectivo.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas / (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales