viernes 22, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

La salud presidencial: el caso Lyndon B. Johnson (II)

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Por Silverio E. Escudero

Lyndon Baines Johnson fue el 36º presidente de Estados Unidos y asumió el cargo tras el asesinato de John F. Kennedy en la ciudad de Dallas, el 22 de noviembre de 1963. Johnson ocupó su accidentada presidencia hasta el 20 de enero de 1969.
Su historia clínica y los dichos de algunos de sus biógrafos obligaron a la historiografía norteamericana a definirlo –a la hora de tomar las riendas de la primera potencia mundial- como un hombre enfermo y “virtualmente incapaz para soportar las tensiones de su cargo”.
Habíamos dejado el relato de su historia médica cuando sufrió -en 1955- una crisis “moderadamente severa” que, obligó al presidente del Senado, entre otras medidas, a convocar al capellán de la casa para que pronuncie una oración en el recinto por el pronto restablecimiento del senador enfermo. Plegaria que fue seguida con unción por todo el pleno y cientos de empleados. Miles de tejanos hicieron lo propio siguiendo la ceremonia religiosa por radio.
El “susto” modificó los hábitos de Johnson. Seis meses de convalecencia le obligaron, por primera vez, a leer en forma continua. Diarios, libros de historia y algún que otro apunte sobre filosofía griega clásica formaron parte de los entretenimientos preferidos del enfermo.
Su situación impidió que reiterara sus famosos berrinches que se asemejaban a las tormentas de arena que, provenientes del Sahara, golpean la costa Este de EEUU.
El personal del hospital, por su parte, estableció un severo cerco para evitar que los amigos del presidente no traficaran cigarrillos que inundaban de humo la sala de terapia intermedia donde yacía el ilustre paciente. Tan estrictos fueron que Hubert Humphrey tuvo vedado el ingreso durante 30 días.
Pasaron al terreno de la leyenda sus pantagruélicos desayunos y cenas regados con los mejores vinos y bebidas espirituosas. Lo hasta ahora narrado apenas es una aproximación al perímetro sanitario que se montó en torno de tan difícil paciente.

Cuando no había transcurrido seis meses como inquilino principal de la Sala Oval, enfermó de nuevo. Las alarmas volvieron a encenderse.
La oficina de prensa anunció una nueva intervención quirúrgica simple que descartaba una internación. Le quitarían de las manos un manojo de verrugas que, según los médicos, eran producto del contacto con la tierra en su Texas natal.
Ese parte médico fue desmentido por la prensa que, con el asesoramiento de notorios especialistas, determinó que se trataba de un cáncer de piel “grado uno”. Se aconsejaba que el primer mandatario permaneciera más tiempo en un hospital bajo estricto control de oncólogos especializados.
Cuando aún no se habían acallado los rumores sobre la gravedad de su cáncer de piel, el 23 de enero de 1965 el presidente fue trasladado de urgencia al Hospital Naval Reed Bethesda afectado por otra crisis cardiaca de la que le costó reponerse.

La Casa Blanca hacía cientos de ejercicios de distracción para que no cundiera la alarma.
Tanto fue el empeño puesto que obligaron a la mujer del presidente a internarse junto a él. Así, Claudia Alta “Lady Bird” Taylor Johnson dejó las comodidades de la Casa Blanca para acompañar la convalecencia de su marido “de la gripe” que, por esos días, afectaba a millones de norteamericanos.
“Lady Bird”, en un momento de su larga internación voluntaria, fue obligada a presentarse en la Sala de Prensa para explicar lo que le ocurría a su esposo.
A pesar del “perfecto peinado”, como los abogados que preparan a testigos falsos en nuestros tribunales, apenas si pudo farfullar que la enfermedad de su marido era consecuencia de una vieja neumonía que había contraído en el Pacífico.
La mentira tuvo patas cortas. El semanario The New Yorker anunció, con gran despliegue, la puesta en escena y gravedad de la enfermedad presidencial.

A partir de ese instante el mundo estuvo pendiente del corazón tejano del presidente. El 9 de junio Wall Stret perdió 10 puntos. Alguien lanzó el rumor de una nueva internación de Johnson.
Los especuladores, como en los tiempos de Eisenhower, tenían un nuevo divertimento y las casas de apuestas ganaron millones de dólares a costa de aquellos que jugaban tratando de acertar cuando se internaba el presidente.
Mientras esto ocurría, en los mentideros políticos se preguntaban si “Lady Pajarito” tendría la misma entereza que Eleonor Roosevelt para gobernar la nación en nombre de su marido enfermo.
Uno de los más duros adversarios del mandatario en la Cámara de Representantes, el republicano Fausto Rodríguez, en medio de un caliente debate sobre la guerra del Vietnam afirmó: “Vivimos en un absurdo. Estamos pendientes de un presidente virtual. Johnson es un presidente excelente, que será un gran presidente si obtiene una victoria en Vietnam. Pero Johnson no es indispensable. Estados Unidos posee una constitución que asegura la sucesión sin tropiezos y se acerca al ideal de las instituciones políticas porque permite a la nación ser gobernada bien, gobernada por un hombre común. Si Johnson sufriese una crisis cardíaca el patrimonio de Estados Unidos ni disminuiría un solar. Sin embargo, los norteamericanos perderían decenas y decenas de millones. Hay grandeza, probablemente hay también una profunda utilidad en este absurdo”.

El estado de nervios general agotó. Una antigua carta de John Steel, investigador de la Universidad de Sheffield, economista asociado a la Universidad de Yale y antiguo monitor en nuestro tiempo de becario, lanzó una pequeña luz sobre un problema hasta este momento guardadas bajo siete llaves.
Allí, nuestro corresponsal asegura que Johnson intentó renunciar tres veces arguyendo sus problemas de salud. Los halcones, comprometidos con los fabricantes de armas y en la guerra de Vietnam -entre los que estaba el padre John Steel-, lo impidieron con pistolas amartilladas en plena Sala Oval: “No queremos otro presidente muerto por una bala”, afirma que le dijeron al débil y timorato Johnson. “Con usted entramos a la guerra, con usted saldremos triunfantes”, concluyeron.
La espiral final parecía cercana. Johnson y su salud endeble le había costado demasiado a la Nación. Trasladar un hospital entero al oeste de la casona de 1600 Pennsylvania y tres helicópteros sanitarios en apresto daba cuenta de la gravedad de la situación. Tan grave que cancelaron la agenda presidencial. No aceptaba visitas diplomáticas y sólo cuatro personas estaban autorizadas a estar a su lado.
El alarma estalló en la mitad de la noche. La ciudad intuyó lo que ocurría. Un avión, en misión casi secreta, despegó raudo rumbo a la ciudad de Atenas, en el Estado de Ohio. Los mensajeros debían convencer al general Dwight Eisenhower de que abandonara un banquete que presidía y los acompañara a la Casa Blanca.

La reunión duró dos horas. El presidente Johnson hizo un esfuerzo supremo al trepar la escalerilla del avión. Con rapidez expresó su problema: era necesario que le extrajeran la vesícula biliar. Pero ¿cómo proceder para evitar que el pánico cundiera en el país?, fue la pregunta esencial.
Ike, sin rodeo alguno, le aconsejó: “Diga la verdad. No intente una cirugía clandestina. Anuncie su operación a todo el país”. Así se hizo. Aunque tomaron precauciones extras.
Johnson avisó que llegaría al hospital a las 11.30 de la noche cuando había cerrado la bolsa de Wall Street y las de Denver, Seattle y San Francisco. Durante la jornada se vio al presidente activo y se exhibió cuanto pudo como prueba de que la intervención carecía de urgencia. A los dos días, el 8 de octubre, la operación se realizó por la madrugada. El parte médico fue emitido ante de la apertura de la rueda de mercados.
Todo salió perfecto. Wall Street tuvo una jornada excepcional.

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