Por Luis Ulla
En el marco de un escenario mediático dominado por la mayoritaria presencia de hechos concretos de corrupción y de otros muchos posibles hechos de corrupción, las personas se sienten sacudidas por golpes de información que generan una sensación de caos generalizado, pérdida del rumbo colectivo y una fuerte disminución de la credibilidad general.
Por ese motivo vale la pena “anclar el bote” y tratar de recuperar el sentido original de algunas palabras, que constituyen parte esencial o columna vertebral de la idea de responsabilidad social y de gestión responsable de organizaciones orientadas a la sustentabilidad.
Partamos de la palabra “corrupción”; ello tal vez nos ayude a establecer un primer punto de claridad. La expresión cor-ruptus denota su sentido etimológico: tener un corazón (cor) roto (ruptus), o simplemente ser un homo corruptus.
Existe una relación estrecha entre poder y corrupción, ya que corrupción es el uso del poder en beneficio propio. Corrupto es quien soborna o acepta ser sobornado, para garantizar beneficios para sí, para un grupo, un partido, un gobierno o todas esas cosas a la vez. El punto clave es el abuso de la posición de poder, tanto en el plano público como privado. El beneficio puede ser dinero, enriquecimiento a cuenta de los demás, influencia, proyección, tratamiento especial, etcétera. Pasiva o activamente el corrupto echa mano gradualmente a regalos, presiones, coimas, sobornos, fraudes y dinero público para dar soporte a un perverso sistema de poder, muchas veces basado en el nepotismo.
“Corruptio optimi pessima”. Esta expresión latina comunica una tremenda verdad: “La corrupción de los mejores es la peor de todas”. Esto quiere decir que existe una responsabilidad social acentuada para todas aquellas personas y organizaciones que deben rendir cuentas de manera proporcional al lugar de influencia económica y social que poseen. A esto se refiere la idea de “los mejores”, utilizada aquí para señalar a los notables.
El aporte perenne de las religiones enseña y resalta el carácter innegociable de la ética personal, con el agregado posmoderno de que ésta se relaciona con la influencia social que la persona o la entidad posee. El corrupto desobedece primero a su propia conciencia como norma interiorizada de la moralidad. “Hay allí dentro, en lo íntimo de cada persona, una voz que no se calla, siempre vigilante, aprobando y prohibiendo, advirtiendo, aconsejando y diciendo: ‘No hagas eso, haz esto otro”. Sócrates y Kant la llamaron la “voz de Dios en nosotros”. Nunca se calla. Ningún proyecto de poder, ninguna victoria electoral justifica la desobediencia a la conciencia. De nada sirve huir, ésta siempre los perseguirá. La famosa frase de Lord John Emerich Edward Dalberg-Acton (1843-1902): “El poder tiene tendencia a corromperse, y el poder absoluto a corromperse absolutamente”.
¿Cómo superar la corrupción? Para empezar, asumiendo que el ser humano nunca es inmune al abuso de poder. Nada de dar cheques en blanco. Luego, evitar la concentración de poder. La división de poderes fue pensada para evitar la posible corrupción. Exigir siempre transparencia en todos los procedimientos. Y por último, castigar a los corruptos con fuertes penas por haber cometido un delito especialmente grave, “hacer daño a la colectividad”. (Leonardo Boff, Corrupción y Poder. Koinonía. 17 de junio de 2005)
Los ciudadanos y la justicia debemos entender que es urgente desarmar este Frankenstein, pues nos va en ello el futuro y el propio presente. Para ello hay que reemplazar la fórmula simplista de que “corrupción siempre ha habido” y pasar al planteo de cuestiones específicas: la ley, su respeto y valoración; la república y su capacidad de control del gobierno; la burocracia y su eficiencia; la economía y la compleja ecuación entre iniciativa individual e injerencia estatal; la sociedad y su grave escisión de la pobreza. Sólo una articulación reflexiva de este conjunto de cuestiones podrá ofrecernos una alternativa atractiva para la construcción de un andamiaje seguro, que nos resguarde en la posibilidad de convivir en justicia y paz.
¿Qué lugar queda para la indignación? Es necesaria, pero no basta. Una política basada sólo en el repudio de la corrupción probablemente concluirá en un nuevo fracaso. La ilusión de un nuevo comienzo, impulsado por los puros y los justos, suele terminar pronto en desilusión, apenas se descubre que los hombres, cada uno de nosotros, no somos definitivamente buenos o malos y que apenas podemos aspirar razonablemente a mejorarnos de a poco.
Es necesario encarar una profunda transformación, sin temer el costo inicial que pueda suponer, con una dosis de ilusionado optimismo, de indignación, de rebeldía, como la que suscita hoy la evidencia flagrante de la corrupción. Como decía Sarmiento, también hay que querer “vencer las contradicciones a fuerza de contradecirlas”.
Director de I+D del Instituto Argentino de Responsabilidad Social Empresaria (Iarse).