Por definición y con toda corrección, cuando juristas, litigantes, profesores y ciudadanos pensamos en una construcción teórica que es denominada “código”, le damos un carácter cuasi estático, con lenta movilidad, de estabilidad prolongada y apertura razonable a criterios de interpretación por sus usuarios.
Por ello, cuando los países -en general- ingresan en los procesos transformadores de un código a otro diferente, no se puede dudar de que existe detrás de ello una cosmovisión que lo dinamiza.
Dichos aspectos no son ajenos a los modos en que se cristalizan y/o transforman los códigos éticos que destacan las buenas prácticas de los jueces en la sociedad, tanto en el ámbito de lo público como de lo privado con trascendencia pública. Porque, si bien hay cuestiones que están vigentes como exigencias éticas de los jueces en todo tiempo y lugar (verbigracia: independencia, imparcialidad e integridad), existen otras prácticas que antes no tenían entidad o ellas no se presentaban con la intensidad o conflictividad que pueden tener actualmente.
En este último aspecto, se puede reconocer como ejemplo que los problemas vinculados con la relación de los jueces con la sociedad, a partir de las plataformas sociales es novedoso y que alcanzó su punto de eyección sobre el año 2011 o, tomando una perspectiva más contemporánea, se podrían señalar los problemas relativos a la vinculación y apoyo tecnológico que los jueces habrán de tener, especialmente, de la inteligencia artificial para el desarrollo de la decisión judicial.
Vuelvo a señalar que, si bien existen prácticas sociales que se mantienen como un sistema primario y que difícilmente sean modificadas, existirán nuevos tópicos que produzca fuertes impactos en la función y gestión judicial y que los códigos habrán de tener que atender.
Frente a ello, un repaso general sobre los principales instrumentos éticos para los magistrados que existen en el ámbito global nos muestra que en la mayoría de los casos fueron ellos generados en la década de 2001-2011. Se puede marcar todavía que el primer quinquenio de esa década debería ser considerado de institucionalización global o regional de la ética judicial, y el siguiente, como de ensanchamiento de la nombrada práctica.
Valga recordar que en el año 2002 la Organización de las Naciones Unidas presentó, luego de una serie de reuniones, el llamado Código de Bangalore (India) sobre “Conducta Judicial”. Éste, si bien tiene una tradición para el mundo anglosajón y por ello del common law, fue una clara inspiración para que en el año 2005 fuera sancionado especialmente para la comunidad iberoamericana el “Código Iberoamericano de Ética Judicial” (CIEJ), que será inspiración para otros tantos códigos que a lo largo de toda América Latina y el Caribe se habrán de dictar y que en buena medida son los que integran el segundo quinquenio de la primera década del siglo XXI. Entre otros países, aquí se encuentra el Código de Comportamiento Ético para la judicatura de República Dominicana (2009), quizás el instrumento testimonial más fecundo del nombrado proceso de codificación de la ética judicial pos CIEJ.
Esto no quiere decir que antes del año 2002 no existiera en América Latina y el Caribe, en diferentes poderes judiciales, este tipo de instrumentos. Pues claro que existían -p.i. Puerto Rico (1977), Honduras (1993), solo por citar algunos de ellos-, pero de cualquier modo no se advertía en ellos un criterio sistemático y orgánico por la ética judicial y, en general, se presentaba ésta con una gran confusión todavía con los regímenes administrativo-disciplinarios existentes.
Por ello es que los códigos que podemos nombrar como modernos, en tanto son pos Bangalore o CIEJ, tienden a separar claramente dicho aspecto, sin perjuicio de que fácticamente no haya consecuencia operativa de la distinción en la mayoría de ellos. Son excepción más que notable de dicha traza dos códigos del primer quinquenio de la mencionada década: Córdoba (2004) y Paraguay (2005). Otros códigos del mismo quinquenio sin dicha atención son -entre otros- Chile (2003), Panamá (2002), Venezuela (2003), Perú (2004) y México (2004).
De cualquier modo, aun dichos códigos modernos, con escasos quince años -más o menos-, se han vuelto vetustos frente a tópicos como los señalados más arriba y no hay ninguna duda de que los progresos que la contemporaneidad traerá para todos los campos, en especial para el que ahora nos importa, como es el judicial, vendrá a generar impactos disruptivos de seriedad que, si bien no deberían implicar modificaciones en los basamentos de los comportamientos éticos de los magistrados, imponen actualizaciones temáticas que antes no estaban presentes por la inexistencia de los nombrados capítulos.
En razón de dicha dinamicidad y de las muy probables transformaciones -quizás copernicanas- para la práctica de ejercer la abogacía, y también la vinculación de los abogados con el sistema de administración de justicia, es que los nuevos códigos éticos o la actualización que de los vigentes se realice deberán tener una sistemática diferente y, por sobre todo, un criterio hermenéutico antidogmático, funcional, holístico y propio de una sociedad inficionada por diversidades morales.
En razón de ello, es por demás significativo que, más allá de cuáles sean las prácticas operativamente señaladas como deseables para la realización judicial, es deseable que el mencionado instrumento se construya ideológicamente bajo una realización bipolar interdependiente entre “valores y principios”.
Hoy, si bien los códigos y los tribunales que al mismo lo aplican pueden considerar que cordialidad, honestidad, probidad, buen trato, cortesía, dedicación, conocimiento, etcétera, son “principios” de la realización judicial, en la sistemática de los códigos ello no está completamente clarificado como tal. No sólo porque puede no estar escrito de esa manera sino porque los mencionados códigos, en muchos casos, son carentes del objetivo final al cual los nombrados “principios” como tales se orientan. Esto es, “los valores”.
Por ejemplo, el código ético para la magistratura de Córdoba, las prácticas que hemos enunciado y otras más no las nombra como “principios” sino como “reglas” y, por lo tanto, su praxis en el sentido propio que impone es diferente en un caso y en otro. Mientras que del numeral 1.1. al 1.5 enuncia unos “principios”: excelencia judicial, confianza pública, respeto a la dignidad humana, conciencia judicial y dinamicidad de la ética judicial.
Sin embargo, se advierte de que no existen destacados al menos en el texto, “valores”, y que hubiera sido más adecuado como denominación para los registros que corren entre 1.1 al 1.5. Naturalmente que la debilidad del Código de Córdoba en este aspecto sólo se puede reconocer sometiéndolo a un examen meticuloso y a la luz de 16 años de funcionamiento como instrumento eficaz a su objetivo. Haber sido redactor de aquél me autoriza con más razón a mirar su debilidad antes que su fortaleza.
Con esto tampoco quiere señalarse que no se puedan realizar actualizaciones de temas novedosos, pues ello fue posible porque había sido pensado en su sanción -mediante un mecanismo célere y eficaz- tal como quedó demostrado recientemente, cuando el tópico vinculado con las redes sociales fue incorporado por el TSJ bajo la regla 4.6, mediante el acuerdo Nº 1670 del 25/11/2020, que tiene como antecedente la consulta Nº 73 del Tribunal de Ética.
En orden a tal idea general, soy de la opinión de que los poderes judiciales que posean códigos o que inicien dicho camino deberían centralizar su esfuerzo constructivo en el aseguramiento de ciertos “principios”, mediante los cuales se pueda alcanzar un fortalecimiento de al menos cinco valores que señalamos como vertebrales. Ello así, puesto que cubren la totalidad de las regiones donde la práctica, función y gestión del juez en lo público y en lo privado con trascendencia pública se puede emplazar. Así: buen-mejor juez/a, excelencia judicial, confianza pública, transparencia judicial y ejemplaridad judicial.
Para el fortalecimiento de esos “valores” propondríamos un conjunto de principios -no reglas- que enumeramos ahora y que en muchos casos están ya presentes en la mayoría de los códigos éticos, pero cuyo desafío en realidad es integrarlos de otra manera; esto es, como mandatos de optimización para la realización de los “valores” y no como reglas.
Enumeramos esos principios: independencia, imparcialidad, integridad, justicia y fortaleza, prudencia y moderación, sentido de responsabilidad, diligencia y conocimiento, cortesía y decoro, reserva y publicidad, actitud de servicio y humildad y, finalmente, rendición de cuentas. En otra ocasión nos referiremos en detalle a la sinergia entre “valores” y “principios” y a las operaciones que enuncian estos últimos.