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La necesidad de agregar calidad democrática

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Por Luis Carranza Torres (*) y Carlos Krauth (**)

En estos tiempos de crisis e incertidumbre, bien vale recordar por qué estamos como estamos. La falta de calidad en los procesos públicos y de calidad institucionalidad en los órganos que deben llevar adelante el manejo de la cosa pública, no escapan a eso.

Conforme el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la institucionalidad es la “cualidad de institucional”. A su vez, institucional es aquello perteneciente o relativo a una institución o a instituciones políticas, religiosas, sociales, entre otras. 

Generalmente entendemos por “institucional” todo lo relativo al funcionamiento de los órganos que cumplen una función pública en el Estado o en la sociedad civil, las normas que las rigen, y a las conductas y políticas de quienes las dirigen e integran.

La institucionalidad supone, asimismo, acatar normas generales que se extienden en el tiempo por encima de la voluntad de una persona determinada. 

No es poco contar con 39 años de democracia ininterrumpida desde 1983, bajo una constitución de principios centenarios que perduran y que ha sido puesta a tono de los tiempos con la reforma de 1994, con nuevos derechos y garantías, y la adecuación de los órganos públicos al contexto presente. 

No poco de ese texto constitucional no se cumple. Por ejemplo, la falta de designación del defensor del Pueblo, que permanece vacante desde hace largos años, o un consejo de la magistratura desnaturalizado de la manda constitucional por una ley declarada recientemente inválida. 

Tampoco los partidos políticos cumplen con el rol asignado por la Constitución, de ser también escuelas de formación política y no sólo mecanismos para ganar elecciones, en el mejor de los casos.

La ley convenio de coparticipación federal brilla por su ausencia. O la figura del jefe de Gabinete de ministros, pensada para ser un intermediario de gestión entre el Ejecutivo y el Legislativo.

Por otro lado, muchos de nuestros funcionarios y políticos parecen estar lejos del compromiso con el hacer del día a día del sistema democrático, con ciertos valores del sistema republicano, con el respeto a los derechos individuales del que está en la vereda de enfrente o con la creencia en que la seguridad jurídica y la justicia resultan fundamentales para el bienestar general, por citar sólo algunos valores democráticos que suelen ser dejados de lado cuando se privilegian los proyectos de poder; las más de las veces, además, de corte personal.

Como puede verse, los problemas que tenemos están muy relacionados con las partes del texto constitucional que no se han puesto en vigencia. Lo hemos dicho muchas veces: los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, empezando por cumplir de modo íntegro el texto constitucional. 

Manuel Antonio Garretón en La transformación de la acción colectiva en América Latina, aparecido en el Nº 76 de la Cepal, explicita un concepto básico: “El régimen político es la mediación institucional entre el Estado y la gente, llamada a resolver los problemas de gobierno, ciudadanía y de canalización institucional de los conflictos sociales”. 

No menos importante que la duración temporal de nuestra democracia son los principios que van intrínsecos en la democracia: la búsqueda de la igualdad, la libertad, la justicia, la libertad de expresión, la tolerancia y el respeto a la opinión ajena. Así como la inclusión en la vida social, económica y política del mayor número posible de personas. La democracia no es un concepto político, no se limita a lo institucional, abarca también lo económico y social. Pero esa amplia definición no debe hacernos perder lo antedicho: tales proyecciones, como las ramas de un árbol, se sostienen en tanto sean sostenidos por un tronco, que es la institucionalidad, la que -a su vez- debe su vigor o falta de ella a cuán enraizados están en las prácticas públicas ciertos principios como transparencia, vocación de servicio, observancia de los derechos esenciales y eficiencia de gestión, entre otros.

Es por ello que ese “más democracia” que se necesita como solución, en el presente pasa de modo inexorable por una mayor “intensidad” democrática, una forma de aventar los vicios que evidencian, por lo general, las denominadas “democracias de baja intensidad”.

Intensidad, hoy por hoy, es calidad institucional. O para decirlo de otra forma: eficiencia en materializar los valores en la gestión de la cosa pública. Dejar de hablar de presencias formales del Estado para concentrarnos en tener un Estado útil, con rostro humano, en el que se vivan los principios del texto constitucional. 

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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