“Occidente es heredero de una modalidad de la guerra extremadamente violenta. Después de 1945, Occidente la exteriorizó en Corea, en Argelia, en Vietnam, en Irak; dejamos de pensar en la experiencia de la guerra y no comprendemos que ésta volverá a nosotros en distintas formas, como el terrorismo (…) tipo diferente de confrontación”.
Stephane Audoin-Rouzeau.
Por estos días se han cumplido 20 años de la mayor masacre de la que se tenga memoria desde el final de la II Guerra Mundial. Hecho que, si bien ocupo las páginas interiores de los diarios más importantes, paso desapercibido por el gran público que tiene la mirada puesta en la tragedia griega y la traición de Alexis Tsipras. Extraño personaje que, tras recibir un fuerte apoyo popular, se entregó con armas y bagajes a las imposiciones políticas y económicas de la Comunidad del Euro, facilitando la concreción de un virtual golpe de Estado.
La masacre de Srebrenica fue un crimen de guerra que remite a las horas más oscuras de la humanidad. Tuvo motivaciones raciales, religiosas y políticas. Las mismas que laceran a la vieja Europa que cierra sus fronteras a la inmigración africana. A pesar, por cierto, de los discursos cargados de humanismo y solidaridad que formulan, para sus memorias, los líderes europeos preocupados, en como los recordará la historia.
Ocurrió ante los ojos de todos. Nadie puede justificar su silencio. El escenario de la tragedia fue la antigua Yugoslavia que se desgrana tras la caída del Muro de Berlín. La población de Bosnia-Herzegovina estaba dividida en tres grandes grupos étnicos: los bosnio-croatas, de religión cristiana católica; los serbio-bosnios-cristianos ortodoxos, y un componente importante de bosnios islámicos, que mantenían un clima más o menos armónico de convivencia desde los tiempos en que esa región formaba parte del Imperio Otomano hasta la Yugoslavia del Mariscal Josip Broz “Tito”, quien había nacido el 7 de mayo de 1892 en la ciudad croata de Kumrovec. La guerra civil sobrevino y Bosnia-Herzegovina se transformó en el campo de la muerte.
Las cancillerías y los observadores militares que seguían, al detalle, la guerra de Bosnia, conocían de la huida de miles de personas y, en silencio, aceptaban la proclamada limpieza étnica que auspiciaban las autoridades serbio-bosnias. Esperaban sólo moderación en los asesinatos.
Entre el 11 y el 14 de julio de 1995, las milicias serbio-bosnias eliminaron, en forma sistemática y deliberada, a alrededor de ocho mil quinientos hombres y jóvenes bosnios de fe islámica que habían buscado asilo en un refugio próximo a Srebrenica, que estaba protegido por las tropas de las Naciones Unidas, bajo el mando holandés. Fueron tres días de terror. Los fusiles Kalashnikov que se usaron, a pesar de resistir altas temperaturas, no soportaron la exigente prueba. Tanto fue el ensañamiento que es sólo comparable al de las fuerzas aéreas aliadas que lanzaron, contra la población civil de Dresde -en febrero de 1945- más de setecientos cincuenta mil toneladas de bombas de fósforo, cuyas lenguas de fuego derretían el ladrillo y los metales.
Los argumentos de los criminales fueron un compendio de cinismo. Estamos –decían en sus arengas- luchando contra el mal. Enfrentamos a “una ideología maligna; una fuerza oscura, nebulosa y no especificada. Vengamos a todos los mártires que murieron en su lucha contra el Maligno”. Se olvidan –por cierto- que el “favor” nunca fue requerido, al menos formalmente, por los “cristianos”, que se tomaron un tiempo más que prudencial para condenar “la matanza cristiana de miles de musulmanes en Srebrenica”.
De nada sirve, afirmamos, los pedidos de perdón. No sólo por haber consentido, con el silencio, la masacre. “Sospecho que es ése el punto de inflexión en esta historia”, anota Robert Fink en un informe para La Jornada de México. “Me pregunto si en el fondo no pensamos que su religión tiene algo que ver con todo esto: ese Islam que es una religión retrógrada, no tocada por el Renacimiento y potencialmente violenta. Esto no es verdad, pero nuestra herencia orientalista sugiere lo contrario. Es extraña la forma en que despreciamos y envidiamos simultáneamente al ‘otro’. Muchos de los antiguos orientalistas estaban al mismo tiempo asqueados y fascinados por Oriente. Despreciaban los castigos y a los pashás, pero en cierta forma les gustaban sus mujeres y estaban obsesionados con los harenes. A los occidentales les parecía bastante atractiva la idea de tener más de una esposa. De manera similar, me da la impresión de que hay aspectos de la ‘decadencia’ occidental que despiertan algún interés en los musulmanes, aun si ritualmente la condenan”.
Según un sondeo realizado en Serbia, 54% de las personas interrogadas condenan la masacre de Srebrenica. Sin embargo, casi 70% de los consultados negaron que se trate de un genocidio. Recientemente, el presidente de los serbios de Bosnia, Milorad Dodik, afirmó que ese genocidio era una “mentira”. Para el analista político Vladimir Goati, se trata de una reacción “universal”, común. “A los pueblos y a los individuos les cuesta reconocer o comentar acontecimientos en los que han desempeñado un papel negativo”. En Serbia, los políticos tienen “en cuenta la opinión pública para no perder a los electores y sin, mencionar la palabra genocidio, emplean frases descriptivas que vienen a decir lo mismo”, estimó el analista Aleksandar Popov.