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La ley de pérdida de responsabilidad parental

Por Alicia Migliore*
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 Por Alicia Migliore (*)

Invitada por la Universidad Autónoma de Entre Ríos a dictar una conferencia sobre violencia de género, escuché de una trabajadora social que se desempeñaba en la cárcel una historia que me conmovió profundamente. No recuerdo el nombre de esta mujer que trabajaba la problemática de violencia de género con los hombres detenidos en el penal, pero recuerdo su historia como si acabara de escucharla.

Ella preguntó acerca de las medidas legales que correspondía aplicar a los femicidas, cuando el femicidio (como figura agravada del homicidio) había sido recientemente sancionado en noviembre de 2012. La figura encontró su tipo legal cuando las muertes de mujeres eran, como en la actualidad, una noticia cotidiana. Uno de los mayores disparadores para los legisladores lo constituyó el caso de Wanda Taddei, muerta a manos de su pareja, con inusitada crueldad. Le prendió fuego, ocasionándole un sufrimiento extremo previo a la muerte.
Este perverso homicida, luego famoso por sus salidas del penal como integrante del “Vatayón Militante”, en una demostración palmaria de la banalización del acto de extrema crueldad cometido, sirvió luego de modelo a imitar por otros varones que repitieron la ejecución con fuego, que causa infinito dolor primero, y la muerte luego, como si se tratara de un rito satánico.
El femicidio no sólo acaba con la vida de una mujer, sus sueños, sus proyectos; sume a sus hijos en la mayor desprotección que pueda tener un ser humano al carecer de su madre por la violencia de quien les debió protección y amor. El trauma inmenso por la pérdida prematura y evitable de la vida de un familiar, prioritario en el caso de la madre, es extremo.
Si a esa tragedia se agrega que quien troncha la vida de la madre es el padre, la tragedia es aberrante. ¿Cómo podría amar ese hijo al responsable de la deprivación del amor que le posibilitaría su pleno desarrollo, físico, psíquico y espiritual?
La sociedad debatió esta temática en todo el mundo. Se sostuvo que era un castigo adicional para el homicida privarlo del contacto con sus hijos, por un lado; y que era una violencia sostenida para los niños, el deber de convivencia con el asesino de sus madres, o sus abusadores, por el otro.
El Congreso de la Nación ha sancionado la ley de privación de responsabilidad parental en los casos de condenados por homicidio agravado por el vínculo, femicidio, intento de femicidio, lesiones gravísimas contra el otro progenitor o contra un hijo, y abuso sexual contra un hijo.
La ley de “pérdida de responsabilidad parental para el femicida” encuentra su origen en un proyecto presentado por La Casa del Encuentro en 2014. Entonces todavía se hablaba de pérdida de patria potestad, aquel instituto jurídico cuyo origen se remonta al derecho romano. Al principio casi absoluto, equiparado al patriarcado que ejercía la totalidad de derechos con exclusividad hasta convertirse, por vía doctrinaria y jurisprudencial, es un concepto de “derecho-función” destinado fundamentalmente a la promoción del desarrollo pleno de aquellos niños sobre los cuales se ejerce.
El Código Civil de 2015, hace referencia a la responsabilidad parental para denominar al conjunto de deberes y derechos que corresponden a los progenitores sobre el hijo y sus bienes, para su protección, formación y desarrollo integral. Larga fue la evolución para hacer referencia a “los progenitores” y, sin duda, fue determinante aquella gran conquista para las mujeres que significó la “patria potestad compartida”; aunque resultara una aparente contradicción, por el carácter machista de la terminología legal (“Patria” deriva de “pater,” del padre de familia).
Los fundamentos de aquel proyecto presentado por la Casa del Encuentro -que, vale la pena destacar, es el único organismo que lleva registros claros y estadísticas de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos de las mujeres- eran claros: “Los niños y niñas víctimas del femicidio deben sobrevivir al horror, han sido víctimas de la violencia y testigos del asesinato de la propia madre.
Han convivido con la violencia extrema, en muchos casos la han padecido físicamente, sexual y en todos los casos psicológicamente. La vivencia del asesinato de la propia madre a manos del padre constituye un trauma severo. La situación se vuelve desoladora no sólo porque pierden a su madre sino también a su padre, quien estará ausente, por encontrarse prófugo, suicidado o preso. Es indispensable que el padre que asesinó a su madre quede privado de cualquier decisión y contacto respecto de ellas y ellos”.
El caso de Paraná que comentaré es de particular perversidad. El femicida planeó la muerte de su esposa calculando cada segundo: contrató a sicarios, se ausentó de la casa, llamó a sus hijos ante la falta de respuesta de la víctima, propiciando que fueran ellos los que descubrieran el crimen. Condenado luego como autor intelectual, sin antecedentes, no demoró demasiado en recuperar su libertad y, demostrando su impunidad, así como la total falta de respeto por su víctima principal y los hijos habidos en la pareja, instaló un negocio de comidas con el nombre de la fallecida “Lo de la Dalma”, que atienden como grupo familiar. ¿Acaso es dimensionable la violencia sostenida a la que están expuestos los hijos de los femicidas, obligados a depender y subordinarse a éstos, recordando a cada minuto la conducta antinatural que los precipitó a la orfandad?
Igual suerte corrieron los hijos de Rosana Galliano, asesinada por su marido y su suegra, que retuvieron a sus hijos impidiéndoles todo contacto con la familia materna. Y los hijos de tantas otras mujeres asesinadas, que se veían obligados a convivir con el predador de su núcleo familiar.
La ley sancionada viene a poner en valor esa vida segada, pues lo contrario sería casi como considerar a la mujer una especie de probeta descartable, usada para la procreación y destruida luego.
Ninguna medida parece suficiente para que la sociedad en pleno recupere para sí el valor de la vida de una mujer. Las marchas organizadas en el mundo son vividas por los violentos como una suerte de provocación, a la que responden con mayor violencia.
El endurecimiento de las penas tampoco hace mella en sus vínculos enfermos y sus conductas fatales.
La desvalorización de la mujer encuentra su punto extremo en el femicidio, pero no pueden argüir que la respeten como un ser humano igual en derechos aquellos que sostienen, permiten o consienten que las mujeres cobren menor salario por igual tarea, que no puedan completar sus estudios o formación por encontrarse al cuidado de los hijos o los mayores en forma exclusiva, que se encuentren silenciadas en todos los espacios de participación en poder, que sean juzgadas y condenadas por su indumentaria o sus elecciones de vida.
Necesitamos una educación permanente que sea permeada por una visión transversal de género para que todos los individuos de la especie humana adjudiquen igual valor a cada uno de sus integrantes, cualquiera sea su sexo, biológico o autopercibido.
Y necesitamos un Estado activo que sostenga esta concepción de respeto por los valores humanos de las personas en la palabra y en los hechos. En cada intervención oficial o privada debe advertirse y superarse esta desigualdad absurda que posibilita tanto atropello y violación sin sanción social alguna.
La detección temprana de esta enfermedad terminal que nos afecta como sociedad es posible sólo si agudizamos la mirada, desarrollamos empatía y nos hacemos cargo cada uno de la responsabilidad que nos compete, admitiendo que es de miserables abusar sistemáticamente de otras personas.

 

(*) Abogada-ensayista. Autora del libro “Ser mujer en política”.

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