Por Alejandro Zeverin
Hace unos días acabó la campaña electoral. En ella algunos de los candidatos de los diferentes partidos para las legislativas de medio término trinaron sobre la lucha contra la corrupción.
Sospechosamente, no la unían a una consigna que parece, al mismo tiempo, que apagaron: la proclamada reforma penal, que en su momento sólo la delimitaron al Código Penal.
Esto es una verdad objetiva porque se percibe a simple vista (casi se toca), cómo asevera el materialismo dialéctico sobre lo comprobado en la práctica.
¿Será porque el mismo envión “nació rengo”, sin contenido y burlón para que nada cambie?
Se pregonó en su momento que la gran solución que Argentina tenía para luchar contra la corrupción era la reforma penal, con hincapié básico en la solución mágica de siempre: el aumento de penas para delitos de esa naturaleza. Una réplica de fallidos motorizados en otra época llamadas leyes Blumberg.
En efecto, la comisión de expertos designados por el Ejecutivo arribó a tal conclusión porque así lo anunció junto al director de Política Criminal del Ministerio de Justicia de la Nación, Carlos González Guerra.
Pero esa reforma, por lo que se sabe, no pasa de ser un nuevo parche en un sistema de normas que tendría que ser lo contrario, un esquema de codificación que implique la metodización del contexto de leyes penales.
Reforma es sinónimo de modificación de una cosa con el fin de mejorarla y nuestro Código Penal (CP), desde lo técnico legislativo, es un desastre.
Ni hablar de sus resultados. Otra verdad objetiva.
Nuestro CP vió la luz en el año 1921, redactado en 1917 respondiendo a los intereses ganaderos de la época, porque “cuatrerear” -delito de abigeato- estaba casi equiparado a un homicidio y esto perdura. (“Abigeato. Art.167 ter – Será reprimido con prisión de tres a ocho años de prisión”. “Delitos contra la vida, Art. 79. – Se aplicará reclusión o prisión de ocho a veinticinco años, al que matare a otro”. Estos ejemplos relevan de otros).
Sin dudas, el poder siempre está presente en las transformaciones. Hoy el poder no pasa por los ganaderos sino por los popes de la actividad financiera, de la construcción, del periodismo, etcétera.
No lo tienen ni los políticos ni los legisladores, ni los jueces porque no han logrado subordinar a aquéllos.
Entonces sólo instrumentan lo que el poder interesado en el caso decide, y esto no es una aserción dura o irrespetuosa, es otra de las verdades objetivas que todos comprobamos a diario.
Cierto es que nuestro CP necesita cambiar, pero en serio.
No de forma autista sino dentro de un sistema procesal que lo contenga y lo haga efectivo; que sirva no sólo para reprimir sino para prevenir; que sea una herramienta de la democracia con la cual el pueblo o la gente -como se quiera decir- participe y se beneficie.
De allí a reconstruir la república, un paso.
La presidenta del Tribunal Superior de Justicia aludió certeramente a que el problema de la lucha contra la corrupción tiene otra raíz en lo práctico jurídico penal, cual es la ignorancia de participación del querellante particular en esos procesos. Es decir, la falla es del sistema procesal, ya que un ciudadano que denuncia corrupción no puede participar en esos procesos al carecer de la llamada legitimación, entonces se encuentra vedado de intervenir en procesos de corrupción para acreditar el hecho y probar la autoría responsable, lo que si está previsto para delitos comunes.
La jueza Aída Tarditti admite la falla y dice que la legislación procesal no acompaña, y allí vuelve a tener razón, pero lo que no se entiende es por qué, teniendo el poder el Alto Cuerpo por vía jurisprudencial de subsanar el vacio, no lo haya hecho ya.
Véase que la manda constitucional -art 75 inc 22, CN- prescribe que pactos, convenios y tratados son leyes supremas de la Nación, por lo que si se tiene el poder de declarar la inconstitucionalidad de normas procesales obstructivas debería utilizárselo cuando los pactos contra la corrupción, lavado de dinero, etcétera son leyes supremas de la Nación y todos aconsejan, a veces explícitamente, la participación ciudadana tanto en la justicia como en las investigaciones para arribar a buen puerto.
Los jueces no sólo deben hacer cumplir las leyes sino también adecuar las supremas de la Provincia con las de la Nación. Lo demás es “discusión de cagatintas”.
No se comparte la focalización de la falla en la administración de justicia en fiscales y jueces, cuando en verdad son tan prisioneros como los ciudadanos de un sistema de leyes procesales construidas, que en muchos casos fueron pergeñadas para proteger la corrupción sistémica que nos asola.
La proclamada reforma primero debería centrarse en lo procesal, permitir que el ciudadano participe en los hechos que denuncia, obligar al Estado a que sea parte querellante contra sus funcionarios cuando son acusados de corruptos, invertir cargas probatorias, acortar el procedimiento para esos procesos.
Que las causas no tengan, como ahora, un promedio de 10 a 14 años.
Pero sobre todas las cosas, deben darse garantías de que el Poder Judicial pueda enjuiciar delitos de poder cuanto todavía los acusados están en el poder.
Abogado penalista, UNC. Master en Criminología, Universidad de Barcelona