jueves 26, diciembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

La herejía de pensador: Giordano Bruno (I)

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Cada 17 de febrero, los librepensadores del mundo nos reunimos imaginariamente en la céntrica Piazza Campo de’ Fiori, en Roma, para recordar el martirologio de Giordano Bruno, asesinado por el papado y la Inquisición con la complicidad de las iglesias cristianas reformadas, por haber invitado a los hombres de su tiempo a pensar.
La hoguera que lo consumió vivo fue la más brutal forma que encontraron para acallar la ciencia y la razón en beneficio de los amigos de las supercherías, engaños y trucos de magia a los que son afectos todos los cultos para sembrar temor a lo desconocido e imponer un cepo al desarrollo del pensamiento crítico.

No nos detendremos en la ficha biográfica de nuestro personaje sino en su portentosa obra que revoluciona la ciencia. Una cuidadosa recorrida por la amplia bibliografía que se ocupa de Bruno lleva a concluir que el célebre maestro recibió la influencia de tres poderosas corrientes filosóficas. La primera, orientada por Plotino que compendia diez siglos de racionalidad filosófica y expresa el verdadero sistema del Todo, el universo conjuntado que todo lo abarca y recorre mientras ensaya un ordenamiento coherente de realidades y de conceptos, como un logos radical hasta vincularlo con la idea sistemática de la ciencia y el proceder de la razón. Hasta hacerlas coincidir, que es algo propio de la racionalidad moderna.
El alemán Nicolás de Cusa (1401-1464) será otra de las grandes avenidas del pensamiento que conformaría el universo previo en el que abrevó Giordano. Parte el teólogo alemán de la mística especulativa y se acerca a la realidad del mundo. Muestra un profundo interés por los cambios que se suceden puertas afuera de los templos y monasterios y exige que la Iglesia se reforme, atenta a la exigencia de su tiempo.
La idea central del pensamiento “cusiano” radica en la conciliación de los contrarios (coincidentia oppositorum) en la unidad infinita. Idea, de marcado cariz neoplatónico, que establece que el grado máximo de la realidad corresponde al principio primero, el Uno. Dado que el principio del Uno consiste en la unidad de los contrarios, y que se identifica con Dios, Dios sería, a la vez que el máximo, el mínimo. La incomprensible paradoja que contenía tal afirmación la resolvía Cusa, según su doctrina, cuando se derrotara la ignorancia que impide comprender la contradicción interna de lo Uno.

Al final del recorrido nos encontramos con Nicolás Copérnico, aquél celebérrimo astrónomo polaco que anunció urbi et orbi que la Tierra no era el centro del Universo sino que giraba cada día sobre su eje y que, junto con los demás planetas, al cabo de 365 días lo hacía alrededor del Sol. Principios que ya habían sido enunciados, en la antigua Grecia, por los pitagóricos y concebida en todos sus términos por Aristarco de Samos, que quedó reflejada en su libro Sobre los tamaños y las distancias del Sol y de la Luna, que sobrevivió las más oscuras etapas de la humanidad: esas que se iluminaban con el incendio de grandes bibliotecas y hogueras sacramentales.
Si necesitásemos de un testigo independiente, ése no sería otro que Arquímedes de Siracusa, que anota: “Tú, rey Gelón, estás enterado de que el universo es el nombre dado por la mayoría de los astrónomos a la esfera cuyo centro es el centro de la Tierra, mientras que su radio es igual a la línea recta que une el centro del Sol y el centro de la Tierra. Ésta es la descripción común como la has oído de astrónomos. Pero Aristarco ha sacado un libro que consiste en ciertas hipótesis, en donde se afirma, como consecuencia de las suposiciones hechas, que el universo es muchas veces mayor que el universo recién mencionado. Sus hipótesis son que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo, el Sol yace en el centro de la órbita, y que la esfera de las estrellas fijas, situada con casi igual centro que el Sol, es tan grande que el círculo en el cual él supone que la Tierra gira guarda tal proporción a la distancia de las estrellas fijas cuanto el centro de la esfera guarda a su superficie.”

Nuestros límites comarcales son escasos. Giordano Bruno exige profundizar esta zaga, profundizar en su obra. Cada una de ellas necesitaría de la opinión de expertos, aunque, a los efectos de esta crónica, dejaremos enunciadas, para volver sobre ellas en tiempo oportuno. Así sobrevivieron a los fuegos y la ignorancia clerical, esa que por estos días se patentiza en la prohibición del uso de condones para combatir el VIH/Sida: De la causa, principio y Uno; Sobre el infinito universo y los mundos y De mónada, número y figura.
Del estudio y análisis de las ideas de estas obras -reiteramos-, iremos señalando sus teorías, doctrinas e ideas filosóficas más importantes e influyentes en las generaciones posteriores. Desde el comienzo mismo de su aventura de pensar reacciona contra las teorías tradicionales. Se opone al principio de la opinión aristotélica de un universo “cerrado”. Defiende, con su típica exaltación, la doctrina de la infinitud del universo como una realidad no rígida sino como una especie que se transforma continuamente. Según Bruno, constituye algo que pasa de lo inferior a lo superior y viceversa.

En el fondo, todo es una y la misma cosa, la existencia infinita e inagotable. La vida es infinita, salvo la personal que tiene sus límites, porque si nadie hubiese muerto ya no cabríamos en la Tierra.
Los grandes descubrimientos espaciales contemporáneos confirman las teorías de Bruno formuladas en el siglo XVI.

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