Por Carlos Ighina (*)
Mens sana in corpore sano; así, en latín, sin necesidad de traducción alguna, es la frase que se viene repitiendo con noble intención desde dos milenios a esta parte. En realidad son las palabras finales de una sentencia de más extenso contenido y de carácter religioso, pues Juvenal, poeta cristiano que vivió en el siglo I después de Cristo, las incluyó como integrantes de una reflexión que, en su visualización total, hallable en sus Sátiras, dice de esta manera: Oratum est ut sit mens sana in corpore sano.
Vertido este pensamiento al castellano puede interpretarse como que “uno sólo debe rezar por una mente sana y un cuerpo sano”.
Desde ese tiempo se ha pensado en la necesidad del deporte como aporte vital a la armonía entre cuerpo, mente y espíritu. La integralidad del hombre y su vocación trascendente, a la luz de la doctrina del Nazareno, conducía de esta manera a un concepto de unidad que rebatía la dualidad enunciada por Aristóteles entre cuerpo y mente. Idea que compartían pensadores como Isócrates, Eurípides y el mismo Galeno, quienes fueron críticos de los objetivos de los juegos olímpicos de los antiguos griegos.
En la Edad Media se intensificó aún más esta dualidad, pese al apotegma de Juvenal, desglosándose el cuerpo de lo anímico, de tal modo de considerar la atención de lo físico como obstáculo para alcanzar la plenitud del alma.
Recién en el siglo XVIII se asoció la educación física a la moralidad del hombre y en el siglo siguiente es cuando cobra vigencia generalizada el lema de Juvenal. En 1902 volverían los fastos deportivos de los griegos con la organización del Comité Olímpico Internacional y la acción del barón Pierre de Coubertin.
Sin embargo, los triunfadores en las diversas competencias dejaron de ser considerados semidioses para humanizarse el concepto de deportista. Es así que se difundió la propuesta del deporte por el deporte mismo, como una actividad propia del hombre, desvinculada de triunfalismos y despreocupada de los perfeccionismos físicos.
Volvemos así a la unidad alertada por Juvenal y donde moran cuerpo, alma y espíritu, donde la mente se funde con los músculos y se coordinan para dar el paso que les corresponde en el universo.
Dejadas estas consideraciones, es nuestro deseo referirnos a los mancos y, en particular, a un manco próximo en el tiempo y en la idiosincrasia que nos define, en la seguridad de que ser manco no es una discapacidad sino una circunstancia, nada más que ello. Y esto, para poner en claro que no es necesario poseer un cuerpo perfecto para disfrutar de un corpore sano. A algunos ejemplos nos remitimos.
Miguel de Cervantes Saavedra fue soldado, versificador, novelista y también manco. Las aventuras de su inolvidable manchego, el inefable don Quijote, son la prez y honra de la literatura castellana. El luego fecundo escritor fue primero partícipe de la célebre batalla naval de Lepanto, en la que se definió la suerte de la cristiandad, a bordo de la galera “Marquesa”, en cuyo transcurso quedó “estropeado” a consecuencia de un arcabuzazo lanzado desde una nave de la flota turca. En realidad, este notable hijo de Alcalá de Henares no perdió su miembro sino que quedó tullido de la mano izquierda, lo que no le impidió legarnos la inmortalidad de sus escritos.
La historia argentina recoge la fama de otro manco, el general José María Paz, que acompañó a Belgrano en las batallas de Salta y Tucumán. En el encuentro de Venta y Media, mientras realizaba una recorrida de avanzada, un tiroteo originado en el campo realista lo hirió en su brazo izquierdo, inmovilizándolo de por vida. Sin embargo, ello no fue obstáculo para que luego se convirtiese en un gran estratega y comandase las fuerzas argentinas en la definitiva batalla de Ituzaingó, punto culminante en lo bélico en el enfrentamiento con el Imperio del Brasil.
En tanto, ciñéndonos al deporte, que es el ámbito en el que mayor difusión tuvo la aseveración del poeta del siglo I, y ubicándonos en Argentina (es decir aproximándonos en el espacio y en la actividad a la personalidad que queremos presentar) es oportuno detenernos en dos figuras sobradamente reconocidas.
En 1965, Victorio Casa, a la sazón destacado futbolista de San Lorenzo de Almagro, se detuvo con su Fiat 600 en un lugar no permitido en las inmediaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada –cuyas siglas, ESMA, serían demasiado conocidas poco más de 10 años después por otras infelices razones- y recibió una descarga de ametralladora que le produjo la pérdida de su brazo derecho. Con gran espíritu, Casa o Casita, como también se lo llamaba, volvió a la práctica del fútbol. Se reintegró a la primera azulgrana y luego prolongó su carrera por cinco años más en Platense y Quilmes.
En 1989, el corredor motonáutico Daniel Scioli sufrió un accidente en aguas del Paraná y debió ser amputado su brazo derecho. Como Casa, retornó a la actividad deportiva, obtuvo nuevos lauros y, entre otros desempeños, invitado a la acción política, también ocupó cargos como el de vicepresidente de la Nación y gobernador de la Provincia de Buenos Aires.
Apoyándonos en estos antecedentes, que en todos los casos elevan la capacidad humana para la superación de contingencias en principio de delicada consideración, llegamos a la persona y a la personalidad del “manco” Pérez, tan entrañable para los nostálgicos del centenario Club Universitario y ejemplar para toda una década del fútbol cordobés.
Siendo un niño de apenas diez años, jugando como todos los de su edad, trepó con bríos a un árbol, perdió pie y la violenta caída le significó la amputación del brazo izquierdo.
Esto sucedió en Río Cuarto, en el seno de una familia que lo contuvo y rodeado de una barra bulliciosa y activa que lo incluyó decididamente. Así participó en todos los juegos y particularmente en el fútbol, donde se destacó por sus cualidades particulares. Pronto fue un futbolista reconocido y la afición de la “Trapalanda” lo vio partir con admiración y cariño.
Conocedor ya de los secretos de una cancha, llegó a Córdoba con el propósito de estudiar abogacía y se acercó a Universitario. Pronto se fueron concretando sus propósitos: estudiante de derecho, pasante en Tribunales y titular en el primer equipo del Club Universitario.
En las canchas sorprendía por su habilidad para la gambeta, su quiebre de cintura y su raro equilibrio. Su prestancia iba paralela a la caballerosidad deportiva, lo que le granjeó el respeto de todos y la adhesión de la vibrante hinchada de guardapolvos blancos. Era un capitán indiscutido. Daniel Salzano, desde sus ojos de pantalones cortos, lo veía emerger así al frente de la escuadra: “Llevaba la manga corta y vacía sujeta por un alfiler de gancho y entraba a la cancha llevando la pelota sujeta entre el pecho y la nada”.
Sergio Osvaldo Avedano, odontólogo, escritor, editor y delantero de la primera de Talleres nos dejó un sentido pensamiento acerca del manco Pérez: “Uno no sabe en qué cualidad destacarle; en la limpieza de sus recursos, en la agilidad de su cuerpo, en la prolijidad de su juego, en la extraordinaria flexibilidad de sus piernas, la elegancia de sus caídas o la educación y el respeto por sus rivales y compañeros”.
Después del fútbol fue abogado, fiscal, juez, dirigente deportivo y -siempre- un hombre de bien. El mismo Salzano, extrañado escritor, poeta y maestro de la metáfora, lo dijo todo cuando escribió: “Si me tuviera que operar de apendicitis, yo hubiera exigido que me operara el manco”.
Creemos que no habría demasiado desacuerdo entre Salzano y Juvenal…