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La democracia desafiada (II)

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Por Ricardo del Barco *

4) La ausencia de liderazgos ciudadanos

Muchas veces se da una falsa oposición entre la ciudadanía y el liderazgo. No se excluyen necesariamente. Por eso prefiero utilizar el plural para hablar de liderazgo. El gran riesgo del uso en singular del liderazgo consiste en que le atribuye al líder una suerte de infalibilidad en el ejercicio del mando. Tal vez sea éste el rasgo dominante en el tipo de liderazgo carismático, pero no en todo tipo de ejercicio del mando. Hay un liderazgo democrático que no excluye el ejercicio de la responsabilidad ciudadana sino que -por el contrario- lo alienta y lo sostiene. De cualquier manera, prefiero hablar el plural y digo “liderazgos”, colocándolo en cabeza de ciudadanos, para explicar una actitud que promueve, coordina y alienta la no participación de otros. Por ello utilizo deliberadamente el plural y hablo de liderazgos, sujetos múltiples que pongo en cabeza de ciudadanos. Lo característico de la ciudadanía es participar y no delegar, el liderazgo en singular puede no favorecer esto. Pero al poner los liderazgos ciudadanos como caracterizante de la ciudadanía y no como su contraposición, hago referencia a aquellos ciudadanos que no sólo no delegan sino que son capaces de alentar a otros a tener una actitud activa y participante.

La nueva presencia de los fusiles en América Latina. Venezuela, Cuba y Nicaragua muestran lo que llamo “la presencia pretoriana al servicio de las dictaduras ideológicas”.

5) El escaso interés por lo público

Se advierte con frecuencia una deliberada y desaprensiva actitud frente a las cosas comunes. Aunque parezca una verdad de Perogrullo, lo público es lo de todos. Muchas veces, por entender que es una cuestión de todos, nos marginamos frente a lo que podemos hacer y nos sumergimos en nuestras propias preocupaciones e intereses. Se podrá decir que ésta es una actitud propia de los seres humanos y que no debemos darle mayor trascendencia. Opino todo lo contrario: eludir nuestra presencia en lo público y en lo común es aportar a que las cuestiones públicas sean resueltas por otros. Éstos con frecuencia aprovechan ese desinterés para hacer de lo público su negocio privado o la defensa de su interés sectorial.

Interés por lo público supone informarse de las cuestiones en debate, oír los planteos existentes, criticar con fundamento, apoyar lo que consideramos correcto y justo. Como se ve, el interés por lo público no es mera especulación de diletante o apasionada discusión de “mesa de café” sino que es involucramiento responsable en lo que es de todos. No siempre podremos encontrar el lugar y el espacio para expresarnos. Pero tratar de hacer ese espacio es el principio del interés por lo público. No es ninguna novedad el afirmar que el individualismo exacerbado es una tendencia y una tentación del hombre posmoderno. Hay mil maneras de justificar el desapego del interés por las cosas comunes y otras miles para encontrar la explicación y o justificación del individualismo egocéntrico. Pero lo cierto es que la desaprensión por lo público de parte de los ciudadanos es la vía más segura para que arriben los interesados aprovechadores. Sarmiento solía decir que cuando los ciudadanos honrados eluden sus compromisos con la política, los picaros se encaminan a la casa de gobierno.

6) La falta de formación política de la ciudadanía

Es increíble que se le dé tan poca importancia a esta cuestión. No me refiero a las declamaciones, que en general habla del valor de ésta, así como se refieren en general a la importancia de la educación en la vida y en el desarrollo de los países; me refiero al esfuerzo serio, consciente y deliberado de estimular, promover y crear las condiciones para que la ciudadanía adquiera formación política. Por cierto, es importante diferenciar aquí lo que entendemos como genuina formación política. Distinguiéndolo de otro tipo de formación, que a pesar de recibir este nombre es simplemente un vulgar adoctrinamiento al servicio de un sistema autocrático. Aunque parezca simple, es bueno volver a recordar que la formación política del ciudadano supone el conocimiento de las reglas e instituciones que fundan la convivencia democrática. Esas reglas básicas están en nuestras constituciones y están no son para conocimiento de expertos o discusiones de académicos, sino antes que nada para el conocimiento de los ciudadanos. Pero formación no es sólo conocer sino también generar actitudes acordes con lo que se predica. De nada vale saber que la tolerancia y el respeto a los derechos de los otros es valor fundante en una democracia, al propio tiempo que practicamos la intolerancia. Adquirir conocimientos, desarrollar actitudes, generar hábitos, forman parte de una formación política democrática.

El esfuerzo de la formación política ciudadana debe ser compartido por múltiples actores, tales como gobierno, sistema educativo, partidos políticos, medios de comunicación, organizaciones sociales. Este esfuerzo necesario y fundamental, si somos honestos, está lejos de su realización. Señalar esta deficiencia no es para quedarse en la pura crítica sino para alentar a una modificación efectiva de la conducta de los actores señalados

Quiero hacer por último una brevísima recorrida histórica de la democracia en la región.

La democracia y los escenarios posibles

Los años 70 fueron en la región un tiempo tempestuoso en el que perecieron los regímenes democráticos y que bien podríamos llamarlo “el reinado de los fusiles”. Los grupos revolucionarios de distinta procedencia ideológica entendieron que el cambio revolucionario era incompatible con las formalidades democráticas y, como contrapartida, las fuerzas armadas entendieron que la defensa del orden era también incompatible con la democracia. Digo que la democracia cayo abatida por el sonar de los fusiles que, en nombre de la revolución unos, y en nombre del orden otros, terminaron fusilando a la democracia.

La vuelta de las urnas. La primavera de los 80. Las calles llenas, a veces pacíficas otras violentas. Las redes saturadas y saturantes. La revalorización de las urnas silenciosas.La democracia como todo régimen político está siendo desafiada por último en torno a tres cuestiones centrales

1) La unidad de conducción

Lo primero lo llamaremos de manera clásica “el principio monárquico”. Se trata de asegurar que el gobierno pueda imprimir un rumbo cierto. De nuevo los clásicos, que el gobernante cual piloto de un navío pueda conducir a éste a su destino final evitando encallamientos o naufragios. Esto es lo que se llama hoy “gobernabilidad”. Ésta se encuentra amenazada por la anarquía y, al evitarla, surge la tentación del despotismo. Por eso esta unidad de conducción la llamaremos “gobernabilidad democrática”.

Aquí debemos hacer un alto en nuestra reflexión acerca de la duración del mandato ejecutivo y la posible o las posibles reelección(es). Este principio monárquico al que me vengo refiriendo en nuestras latitudes se traduce en el gobierno de un presidente. Ello a imagen y semejanza del modelo presidencialista estadounidense. Es bueno recordar que en este caso no hay lugar para la colegiación, la diarquía o cualquier forma de compartir esa dirección única. Todas las experiencias que han mostrado alguna de estas formas han terminado afectando el principio de gobernabilidad. Ahora bien, hay siempre en el gobierno del único la tentación despótica. Por ello la necesidad de la existencia de contrafrenos y de la improrrogabilidad del mandato. En la experiencia de nuestro continente tenemos una variedad de soluciones y un tema que se reitera con frecuencia, la reelección. Dentro de las variadas soluciones tenemos el modelo estadounidense de un mandato de cuatro y posibilidad de una reelección. El mandato de cinco años y la necesidad de un intervalo de diez años para una posible reelección. La constitución venezolana de 1960. Un mandato de seis años con un intervalo igual para la reelección (La constitución argentina de 1853). Un mandato de seis años con la prohibición absoluta de reelección (La Constitución mexicana). Un mandato de cuatro o cinco año con reelección indefinida (Venezuela y Nicaragua). Un mandato vitalicio (la Constitución de Haití, durante la dictadura de Duvalier). Cada una de estas soluciones tiene defensores y críticos, no es éste un espacio para un análisis detallado, pero sí es posible hacer una afirmación: la duración prolongada de los mandatos en regímenes presidencialistas es un seguro camino a la destrucción de la democracia y la construcción de una dictadura.

2) La participación de los mejores

Lo segundo es el principio aristocrático, entendido esto en su cabal sentido, la presencia de los mejores en la conducción de los negocios públicos. Soy consciente de la dificultad de asegurar la vigencia de este principio en un sistema democrático. Obviamente, no estoy hablando de una aristocracia de sangre sino de la participación de los mejores. Imagino que hay varias vías para asegurarlo, aunque es por supuesto algo que debe ser permanentemente discutido y analizado. En primer lugar, la formación de cuadros permanentes en la administración pública, que aseguren el principio de la idoneidad. La experiencia de la Escuela Nacional de Administración Pública de Francia no es el único ejemplo pero es buen indicador de cómo formar cuadros eficaces y permanentes, sin perjuicio de la presencia de los funcionarios que surgen del voto popular. Los partidos políticos están demandados de propiciar la formación y selección de los mejores para las candidaturas. Los funcionarios electos en cargos ejecutivos y legislativos surgen de la elección popular pero tienen la posibilidad de designar un vasto cuerpo de asesores. En ese aspecto existe una magnífica oportunidad para hacer una selección de los mejores y no simplemente premiar lealtades políticas o gratificar servicios personales. Por último, en esta breve reseña el acceso a los cargos de la Administración pública por selección de antecedentes.

3) La participación popular

Aquí estamos en presencia del principio democrático. Recordemos brevemente cómo se lo asegura, en principio por la elección popular de los gobernantes. Ésta debe ser una elección libre, sin proscripciones, competitiva y sin ningún tipo de fraudes. Dicha elección debe ser un procedimiento regular y periódico, con amplias posibilidades de contralor ciudadano. Que las mayorías gobiernen asegura la participación popular pero es insuficiente, ya que es necesario asegurar la voz institucional y el respeto de las minorías. Muchas veces se ha criticado el sistema democrático representativo para valorizar las llamadas democracias plebiscitarias. Sin perjuicio de que un plebiscito genuino es una forma legítima de participación popular, utilizado como vía excluyente de los sistemas representativos, deriva siempre en dictadura.


* Abogado. Profesor de la Universidad Nacional de Cördoba

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