Se puede hablar sobre la justicia desde diversos puntos de vista: el ético, el moral, el filosófico, el religioso, el del derecho y algunos más. Aquí, frente a lo que tenemos por delante luego de la pasada jornada electoral, nos ceñimos a su dimensión procesal, por una parte, y a la cultural, por la otra.
El servicio de justicia no ha estado muy visibilizado durante la campaña presidencial. No ha brillado por sí mismo sino que fue tratado en general como un apéndice de la seguridad.
Si bien lo político en nuestra sociedad se judicializa con frecuencia, la falta de diálogo entre las distintas fuerzas parlamentarias hace que todavía se halle un cargo vacante en la Corte Suprema y que no pueda designarse el procurador General de la Nación.
Se trata, la de la justicia, de una falta de espacio en lo electoral que no se refleja en la realidad foral, tanto material como virtual. Es que a poco que se camine en los distintos fueros y mesas de entradas judiciales se observa que, en ese universo judicial, al igual que en lo social, se percibe un cambio de época; pero con el rasgo distintivo de que no se halla en ciernes sino ya en curso. Un proceso de evolución en la manera de encauzar los pleitos que tiene corrientes subterráneas complejas, no pocas transformaciones y muchos más desafíos por delante.
Tal cambio de época en la litigación, con sus ganancias y pérdidas, es algo más de lo que deberá afrontar la nueva Administración nacional que inicie la gobernanza de los argentinos el 10 de diciembre próximo.
Para hablar de esta transformación cultural, prefiero centrar el análisis en el proceso antes que en la estructura judicial. Es que el tipo de proceso vigente, como pocas cosas, muestra la idea de cómo se materializa la justicia en un momento y una sociedad determinados. Por ello, nada en la estructura procesal es inocente, falto de causa o meramente técnico. Traduce ideas y valores respecto de cómo reparar las inobservancias del derecho. Qué se juzga, cómo y hasta dónde se conoce en el pleito son tres tópicos en la estructuración de los procesos que traducen profundas concepciones sobre la sociedad y el Estado.
La oralidad, la escrituralidad y la gestión dispositiva o inquisitiva tienen desde siempre sus razones de ser, con sus pros y sus contras. En su origen, el proceso era escrito, en el antiguo Egipto, y oral, en la Grecia clásica. En Roma, además de oral, fue inicialmente privado, fruto de un acuerdo de las partes para someter el conflicto a la resolución de un árbitro privado, que en la época republicana mutó a ser un árbitro autorizado estatalmente (iudex). Sólo en la época imperial se inició un proceso de carácter acentuadamente público con la extraordinaria cognitio, que supuso su entera tramitación ante órganos estatales. Por la época también principió el dejar por escrito los actos del proceso.
Ya nuestra época, todo se encaminaba a la digitalización procesal luego del año 2000, cuando, en 2020, una pandemia mundial aceleró los cambios, instituyendo la forma escrita electrónica como el paradigma principal de actuación en el proceso en cortísimo tiempo. Acontecerían también los inevitables problemas de trasladar a un nuevo formato las regulaciones de códigos procesales todavía pensados para ser materializados en papel.
Ésa es quizás una de las grandes deudas presentes de la digitalización judicial: la adopción de códigos procesales que la reflejen y que, de forma inevitable, deberán dejar atrás los reglamentos de formato con que se afronta una transición normativa que se ha alargado. Sería un muy buen signo de cultura política y jurídica que la elaboración de tales leyes se produzca de un modo participativo, lo más inclusivo y horizontal posible en cuanto a la consulta y la posibilidad de recibir aportes.
Si el proceso electrónico, que hoy es una realidad entre nosotros, se desarrollará en una extensa meseta temporal o será en breve sustituido por otro tipo de formato aún más tecnológico es algo todavía en discusión. Sobre todo, cuando en el presente asoma, de la mano del proceso electrónico, un tipo superador de juicio que hace de la combinación de formatos su punto fuerte.
Tal vez lo que Lev Manovich en su libro El lenguaje de los nuevos medios expresaba respecto de la “informatización” de la cultura de la década de 1980, que culminaría en la siguiente con llegada de internet hacia 1995, bien pueda aplicarse a la gestión judicial de nuestros días: “La rápida transformación, en los años 90, de la cultura en cultura electrónica, de los ordenadores en soportes de la cultura universal y de los medios en nuevos medios, nos exige un replanteo de nuestras categorías y modelos”.
Es así que, en la disputa eterna entre el proceso oral y el escrito, aparece -fruto de los adelantos tecnológicos- una estructura de proceso que bien puede combinar ambos. De darse supondría un antes y después en la evolución procesal, comparable a la estatización del proceso en la antigua Roma. Sin embargo, a diferencia de los puntos destacados del pasado, puede que este hito no suponga el abandono de un paradigma por otro sino la fusión en clave digital de los ya existentes para dar forma a uno nuevo, superador: el denominado proceso multimedial.
El término “multimedia” nos llega de la lengua inglesa y hace referencia, conforme el Diccionario de la Lengua Española, a aquello “que utiliza conjunta y simultáneamente diversos medios, como imágenes, sonidos y texto, en la transmisión de una información”.
Como hemos sostenido en “El proceso multimedial”, en estas mismas páginas, creemos que la combinación en el marco del proceso de los diferentes elementos multimedia, no sólo supone una mejora respecto de la información judicial que se registra, transmite o procesa, sino que también resulta una mejora de entidad para una mejor comprensión, indagación y acreditación de los hechos en la litis del caso.
Esa multimedia procesal resultaría en la integración en un sistema informático de gestión de juicios, de texto, gráficos, imágenes, vídeo, animaciones, sonido y cualquier otro medio que pueda ser tratado digitalmente a los efectos de producir los actos procesales.
Como hemos dicho: “Estamos hablando de un formato procesal donde podría incorporarse un chat de consultas al juzgado; de escritos postulatorios o actos procesales que podrían contener planos o dibujos en tercera dimensión y capaces de ser observados en 360º; de audiencias con registro audiovisual, con participación remota o no, simulaciones por animación computada de lo sucedido en un accidente o de una cierta perspectiva visual de un testigo. La posibilidad de introducir sonidos (en pleitos de canciones), olores (plagio de fragancias), colores (confusión de marcas), en la apreciación de los hechos. O que las referencias normativas y jurisprudenciales en los escritos tuvieran hipervínculos para remitir a ellas de modo directo y como parte del texto, sin tener que transcribirlas. Pero también un expediente digital en donde los plazos se calcularán de forma automática, o las situaciones administrativas como la paralización o el archivo de actuaciones se llevarán a cabo de forma predeterminada”.
El tiempo dirá si se implementa un proceso de tales características o sólo queda en un concepto teórico. En uno u otro supuesto, las nuevas tecnologías que parecen atravesar los cambios judiciales de nuestra época seguirán gozando de buena salud pero no debe caerse en el lugar común de endiosar a simples instrumentos. Ni, tampoco, de creer que se trata de una panacea con aptitud para solucionarlo todo.
Los problemas de siempre de la justicia: el acceso a los tribunales, la vulnerabilidad, ahora también digital, los tiempos del proceso que se extienden, el incremento constante de los procesos, siguen allí. Tanto como la demanda social de una justicia más empática con los justiciables, más simple, ágil y eficiente. En tales asuntos, no hay plataforma que valga, pues el don de gentes, la humanidad frente al que sufre, la contracción al servicio, el compromiso con la mejora del servicio de justicia no pueden ni podrán ser generados con ninguna tecnología, incluso de inteligencia artificial.