El legado del arte sirve como lenguaje a la antigüedad y cuando la sensibilidad del artista se corresponde con la del observador, importando poco los siglos de distancia entre uno y otro, el mensaje es capaz de llegar translúcido, comunicante, transformando en vitales emociones de generación milenaria.
Mirón de Eléuteras fue un escultor, broncista diestro y armonioso para calificarlo en sus logros más relevantes, quien hacia el año 455 antes de Cristo concibió dentro de los cánones de la belleza -es decir, la proporción entre el todo y las partes- la figura del Discóbolo, atleta lanzador del disco, presunto triunfador en justas que conmovieron el Ática, en tiempos de equilibrio, cuando el ímpetu no despreciaba la serenidad.
Aquella escultura, llena de ritmo y sugerente de movimiento, se perdió en sus rasgos originales como tantas otras de esas épocas preclásicas. Sin embargo, llegaron hasta nosotros copias romanas, en calidad y cantidad necesarias como para salvarla del olvido irremediable.
Se dice que Mirón revive el mito de Jacinto, el joven que jugando con Apolo quiso atajar el disco con su cuerpo terreno, omitiendo la fuerza descomunal del brazo del dios, razón por la que cae muerto ante la potencia suprahumana del impacto. Apolo, en su desesperación, se niega al descenso del efebo al reino de la muerte y lo hace revivir con la forma de una flor, el Jacinto.
El mito de Jacinto es reinterpretado por el Tiépolo en la pintura, y por Mozart en la música; pero es Salvador Dalí quien en realidad se llamaba Salvador Felipe Jacinto, el que realiza una recreación surrealista de estos sucesos en una obra que titula El atleta cósmico, la que luego de ciertos avatares va a terminar siendo vendida en 28 millones de euros.
La Córdoba del 18
En la Córdoba de Cabrera, para 1918, año significativo si se quiere, espacio de una ebullición que se mueve entre tradición y porvenir, ve estallar un momento social preanunciado ya desde los años 80 del siglo anterior. Córdoba todavía era su universidad, que sobrepasaba muy apenas los 1.000 alumnos.
La “buena gente”, como se autodenominaba la clase más acomodada, concurría a los salones de “La Oriental”, mientras que otro punto de reunión, pero de diferentes connotaciones, era la “Confitería del Plata”, con sus tertulias y varietés.
En 1917, Joaquín de Vedia escribía sobre Córdoba en La Nación: “Caminando por las calles centrales advertí muchos y muy grandes cafés, muy frecuentados, y confiterías y bares, y jóvenes elegantes, todos afeitados y todos entallados, que hablan de carreras, carreras de Palermo”.
¿Qué tiene que ver El Discóbolo, de Mirón, con ese instante tan efervescente y siempre recordado de nuestra Córdoba?
Corría 1918 y una figura de atleta de tensos músculos y estampa digna de la corona de laureles regalaba energías en medio de una cancha de fútbol, vistiendo los colores del Club Universitario, la “U” no menos legendaria que los modelos del escultor de Eléuteras.
Este deportista que nos ocupa, como escapado de aquellas mitologías, es recio, pero respetuoso; tiene conciencia de la hidalguía de su juego: sabe que la virilidad no está reñida con el don de gente. Se desempeñaba, en la terminología de aquel entonces, como half derecho y lo hacía tan bien que años después, becado en Europa, en la ciudad española de Ávila, fue tentado a dejar sus pinceles, razón de su estadía en el Viejo Mundo, para dedicarse al fútbol. Sí, porque el atleta del que hablamos era pintor, enamorado del cromatismo sugerente de los paisajes de América.
Este otrora half de Universitario, el mismo que tomó su paleta y sus pinceles para lanzarse a recorrer las provincias de nuestro norte, Bolivia y Perú, mimetizarse con la gente, capturar montañas y valles y desde su ética artística rendir tributo a la belleza con emociones y colores de su amada Latinoamérica, se llamaba José Malanca.
Del Malanca de los días de la Reforma Universitaria se recuerda una hazaña de discóbolo transgresor, suficiente como para memorar entre sonrisas la estampa del héroe de Mirón.
El rectorado de la Universidad estaba tomado por los fervorosos reformistas, ediliciamente faltaban aún siete años para que se produjese la modificación arquitectónica de su fachada con el agregado de la planta superior, de modo tal que las siluetas cuasi famélicas de los jóvenes contestatarios se pasaban por sobre los techos coloniales como esperando el milagro del maná.
Los familiares, ya alta la noche, se iban arrimando a la calle del Obispo con sendos paquetitos en sus manos. Eran las viandas para el tentempié nocturno. Fue en esos momentos cuando la imagen broncínea de discóbolo pareció emerger desde el fondo de los milenios, encarnada en la atlética apostura de José Malanca, deportista integral e íntegro, idealista y solidario. Malanca, estudiante de bellas artes en la Academia Provincial, era el encargado de girar con la destreza y la potencia del mítico griego y arrojar las comidas por sobre las cumbreras del viejo abovedado, para alimento de quienes estaban haciendo historia.
(*) Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.