Por Silverio E. Escudero
Fue capaz de enfrentarse al poder y, desde su trinchera, denunciar las claudicaciones éticas de los gobernantes. Enseñaba que ser periodista es transformarse en militante de tiempo completo. Militante, protagonista y testigo de la historia, lejos de las estrecheces y mezquindades de los
partidos políticos
Nos sentimos huérfanos. Ha muerto nuestro querido y admirado Jean Daniel (Bensaïd, que es su apellido), el último gran maestro del periodismo del siglo XX. Periodista que conjugaba la realidad del hombre de acción y de pensamiento aunado a la fantástica leyenda del sabio, del hacedor, del constructor.
Mucho más cuando sus colegas de este tiempo -quienes no superan la altura de los habitantes de Lilliput- venden su conciencia para detentar –ilusoriamente- una cuotaparte de poder que se
traduce en su alegría de comer las migajas que caen al suelo en los banquetes de los poderosos.
Muere después de ver morir el debate. Tras ver cómo sus colegas trafican la información como
meros gacetilleros haciendo gala de una inopia e incapacidad notables a la hora de contribuir a la
formación del espíritu crítico.
Jean Daniel fue capaz de enfrentarse al poder y, desde su trinchera, denunciar las claudicaciones éticas de los gobernantes. Enseñaba que ser periodista es transformarse en militante de tiempo completo. Militante, protagonista y testigo de la historia, lejos de las estrecheces y mezquindades de los partidos políticos, evitando que “las modas y los líderes de paja los lleven a remolque”.
Ésa fue la razón porque su figura está presente en cada momento trascendente de la historia del
siglo XX; en cada capítulo estelar de la prensa francesa; en los capítulos en los que se denuncian los hechos de corrupción más notables y no claudica. Es uno de los hombres sin precio que
hemos conocido a la distancia.
Figura, desde siempre, en un lugar preferente en nuestro canon. Ése que muchas veces construimos a hurtadillas, siguiendo los consejos de los míticos libreros de Córdoba que sabían leer
para aconsejar y hasta polemizar con las ideas e intereses de sus clientes y favorecedores.
Llegué a Daniel de la mano de mi librero de cabecera, Samuel Dujovni: “Te va a gustar. Es
hora de que te descontamines de Jean Paul Sartre y asomes la nariz a los que denuncian al
stalinismo”, me dijo.
Tenía razón. Enriqueció mi horizonte. Comencé a buscar parentescos. Remaba la misma barca que Albert Camus. Tanto que emprendieron juntos la aventura de editar –a finales de la década del 40- la revista Caliban que los llevó casi a la ruina. A nuestro personaje le costó su casa y su primera familia.
Córdoba supo contar con, al menos, una colección completa –55 ejemplares- de Caliban.
Revista que se esfumó cuando la ignorancia de la conducción gremial de los periodistas destruyó –
malvendió- la más poderosa biblioteca sindical de la historia de nuestra provincia. Dicha colección
fue recibida, según mi relevamiento, en donación cuando cerró definitivamente la otrora prestigiosa
Librería Miravet.
Por la necesidad de síntesis soslayamos episodios trascendentes en la vida de nuestro héroe. Llegó –en 1964- el tiempo de mirar el mundo a través de las páginas del semanario Le Nouvel Observateur. Muchos consideraron que era el cénit de su carrera. Fue apenas el comienzo de una nueva etapa del periodista de combate, del periodista sabio y reflexivo.
Cuando como corresponsal de guerra fue herido gravemente durante el bombardeo del ejército francés a Bizerta, Túnez, el 20 de julio de 1961. El personal médico hospitalario se sorprendió del desfile de personajes que llegaban para interesarse en su evolución. Así pasaron por su cabecera ministros del gobierno francés, diplomáticos de todo Occidente, políticos de todos los pelajes, aventureros, premios Nobel de Literatura, actrices y actores de todas las nacionalidades y, hasta noveles escritores. Algunos cronistas aseguran que varios futuros presidentes de la República Francesa. Así también un enorme desfile de bellísimas mujeres que mostraban una real preocupación mientras intercambiaban gestos y miradas de odio y rencor.
Decíamos que el escritor y fundador-director periodista del semanario francés Le Nouvel Observateur, Jean Daniel, fue uno de los testigos más lúcidos de nuestro tiempo. Fue solidario con la mayoría de las grandes causas en que ha estado en juego la dignidad de la persona humana en los últimos 50 años.
No cumpliríamos nuestro objetivo si no traemos a nuestra mesa de trabajo el pensamiento de nuestro viejo maestro de ideas.
Elegimos un diálogo que mantiene con El Correo, la revista oficial de la Unesco, para evitar cualquier suspicacia.
Preguntado sobre qué se entiende por nación, mucho más, en estos tiempos de resurgimiento de los ultranacionalismos, se detiene un momento para reflexionar y con absoluta seguridad avanza sobre la cuestión y dice: “Constantemente aparecen en el mundo libros que tratan el tema de la nación. La cuestión está en el candelero, especialmente en Estados Unidos y en Alemania, donde renace después de haber sido dejada de lado durante muchos años. Estimo que el origen de este concepto se encuentra en los famosos Discursos a la nación alemana, Johann Fichte, libro prodigioso tanto por la profundidad de la reflexión y la objetividad del análisis como por las consecuencias que tuvo para el pensamiento europeo.
En ninguna parte se ha hecho de manera tan prolija y penetrante el elogio de lo que se da en llamar el vínculo de sangre o relación de filiación (ius sanguinis). Según Fichte, sin nación -real o imaginaria- no hay porvenir para un pueblo: la suerte de los alemanes es haber tenido una realidad nacional, garantizada por la existencia de una lengua y una pureza de raza.
Lo dice de una manera tan compleja filosóficamente, y con un lenguaje tan noble, que pocos han relacionado sus planteamientos con las teorías racistas que aparecieron más tarde -las de Joseph de Gobineau y de Houston Chamberlain, que iban a conducir a Alfred Rosenberg y a Hitler. A mi juicio, la actualidad de Fichte reside en el hecho de que el ius sanguinis, aun cuando sea un concepto impopular entre las elites occidentales, vuelve a inspirar en todas partes una intensa nostalgia”.
El diálogo se recalienta. Los comentarios marginales son más ricos en ejemplos y anécdotas. Davis retoma el eje de su pensamiento y busca otros ejemplos para que no haya dudas: “Las reagrupaciones étnico-religiosas en los Estados bálticos, en Ucrania, en Georgia, en Armenia, en Azerbaiján y, por cierto, en la ex Yugoslavia, son una demostración de esta nostalgia, incluso cuando la herencia del ius sanguinis parece dudosa.
El ejemplo de Israel es muy interesante. Por un lado, ese país acoge a personas que vienen de
todas partes y que, por lo demás, son a menudo (especialmente en el caso de los rusos) producto de una mezcla étnica. Por otro lado, el matrimonio entre judíos y no judíos está prohibido en ladiásporas. Y como el proselitismo está descartado y las conversiones son difíciles, la consanguinidad sigue siendo el ideal. Con el agravante de que se le da a veces un significado teológico peligroso es una Alianza sagrada con un pueblo determinado que debe seguir siendo el interlocutor inalterable de Dios.”
¿Y qué hacer frente al Islam? “En teoría, el islam es una religión universal, abierta a todas las etnias y culturas. Pero, de hecho, el ius sanguinis se respeta plenamente. No olvidemos que San Pablo, que precedió al islam, suprimió la exigencia de estar circunciso para entrar en la cristiandad. Ello no impidió que ciertos inquisidores estimaran que los judíos conversos no eran verdaderos cristianos. Para los musulmanes, no son los matrimonios interreligiosos los que plantean problemas, sino los interétnicos. Pero en el fondo es lo mismo: se tropieza con tabúes que indican que, en definitiva, sólo el ius sanguinis inspira verdadera confianza.”
Nos queda mucho por decir. Deberemos volver sobre este rico personaje que nos marcó a fuego. Por ello recurrimos a un truco añejo de las historietas y prometemos que, en algún momento, este tema continuará.