Después de 13 años de su vigencia, el desconocimiento y la confusión sobre él todavía son notables
Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
Muchas personas son habituales caminantes de los espacios judiciales, sea porque son integrantes de la casa judicial, abogados litigantes o ciudadanos que por razones de índole diversa deambulan con frecuencia en búsqueda de sus derechos por los pasillos tribunalicios. Para todos ellos -presumiblemente- la existencia del Tribunal de Ética Judicial (TEJ), debería ser harto conocida. Sin embargo, la realidad desmiente esa hipótesis.
Debería ser tan cotidiano para los abogados dicha existencia como tiene que ser -aunque a veces también lo dudamos- que los letrados conozcan el funcionamiento y grado resolutivo del Tribunal de Disciplina y de cuál es el estado de la deontología profesional en Córdoba.
Así es como lo fáctico desafía el sentido común. Ni todos los enumerados en los párrafos anteriores conocen la función que tiene un TEJ, ni todos los abogados conocen con detalle el articulado de la ley 5805, en particular su capítulo IV.
Las ignorancias de las leyes sabemos que se pagan con una moneda que cotiza en el mercado de la cultura legal y que en nuestro país siempre está en baja. La razón de la conocida ficción de que las leyes se presumen conocidas no es otra que el aseguramiento de que el bien común no pueda ser contradicho por un incomodante ciudadano ignorante. A nadie más que a la sociedad civil en su conjunto le resulta más conveniente que las personas cumplan la ley.
Por ello, cooperar al develamiento de la institución del TEJ en su anatomía y fisiología es una tarea que no se puede descuidar. En la medida en que no exista una labor de realización pedagógica que informe acerca de para qué existen ciertas instituciones como la nombrada, nada empezará a modificarse. Cuando la información sobre el TEJ se extienda es previsible que se produzca entonces la perplejidad acerca de que resulta posible la transformación tan deseada. Hasta tanto eso ocurra, el destino de muchas instituciones es proseguir un estado que circula entre la ignorancia y el desasosiego que ello genera.
Seguramente serán otros los que permitan reconocer las perplejidades. Hoy tengo la impresión de que aun después de 13 años de vigencia de un TEJ, el desconocimiento y la confusión sobre sus alcances todavía son notables y advierto, no sin pena, que en la medida en que no sean superados es la misma supervivencia del TEJ la que estará en juego.
Por ello, quizás una primera y valiosa medida es revisar dónde están los déficits en la mencionada cadena informativa dentro de los espacios judiciales. Para lo cual, en primer lugar, hay que ratificar la tesis que indica que la finalidad de la mencionada práctica deontológica judicial es promocionar y/o fortalecer magistrados y funcionarios con mayores virtudes judiciales y, además, que ellas sean claramente visualizadas por colegas, litigantes y ciudadanos. Ello se resume a veces en la axiomática consideración de “ser y parecer buenos magistrados es lo que importa”. La función primaria, entonces, del TEJ y su instrumento operativo, el Código de Ética Judicial (CEJ), se puede resumir en ser: i) un ámbito de orientación para la acción, ii) un instrumento cooperativo en la reflexión de los magistrados, y iii) un mecanismo generador de confianza pública de litigantes y ciudadanos.
Por ello, que el TEJ brinde una recomendación no es asimilable a imponer una sanción. No existe poder punitivo alguno en el TEJ. Éste goza sólo de un poder difuso, centrado en la orientación que brinda acerca de la ejemplaridad que las conductas promocionadas en el CEJ importan.
De cualquier modo, siempre es dable recordar que cada magistrado y/o funcionario podrá tomar o dejar la recomendación orientativa que se ha formulado. Mas también deberá advertir quien no atienda a la recomendación y persista en su comportamiento impropio, que en el colectivo social y profesional su desatención a la recomendación muestra un comportamiento que deliberadamente quiere mostrarse resistente o refractario a un cierto modo de ser, entender y vivenciar la misma magistratura. Y que, al menos para un colectivo muy numeroso, es el adecuado.
Y por ello es dable comprender que el reproche por la desatención a la recomendación efectuada no es meramente de quien aparece contumaz ante el TEJ sino que se convierte en un disidente del ethos de la magistratura, lo cual -sin duda- es más serio.
En la deontología judicial, abogadil o médica no existe reincidencia de fallas éticas. Sólo hay profesionales que no están dispuestos a someterse a ninguna regla que indica el modo regular, honesto y/o probo de cómo debe cumplirse una determinada profesión. Pues vale la pena recordar que los códigos deontológicos no son cuerpos normativos elucubrados a espaldas del colectivo profesional sobre el cual habrán de recaer, sino que son instrumentos en los cuales ha decantado el elixir de las buenas prácticas de la profesión de la que se trate. Ello así de simplificado es lo que recoge el CEJ en cada uno de los 13 comportamientos judiciales genéricos, postulados como una virtud judicial y promovidos en su realización.
Por ejemplo, supongamos que un magistrado y/o funcionario comprenda que su libertad de expresión en sentido lato no puede estar afectada por regla alguna, salvo la impuesta por el mismo texto constitucional -como es la prohibición de hacer militancia partidaria activa (arg. art. 156, CP)-.
Por ello, no se siente impedido de tener activas sus redes sociales, y en sus participaciones en Facebook realizar propuestas o hacer comentarios claramente eróticos, sexistas y de reprochable mal gusto, tal como conocemos que ocurre con cierta habitualidad. Para esto el magistrado y/o funcionario indicará que su libertad de expresión no puede ser encorsetada y mucho menos cuando se ocupa con ella de cuestiones ajenas a la práctica judicial.
En rigor, ello no es posible que se admita. Los jueces deben saber que sus limitaciones en la libertad de expresión no son sólo respecto a lo político partidario sino también para visitar o estar en ciertos lugares,para compartir reuniones con determinadas personas o cuidando sin más los modos de comportamiento y formas de socialización sin importar si el medio es físico o virtual.
Naturalmente, a veces las cuestiones son evidentes como la apuntada y otras son más intrincadas y difusas, y de ellas el TEJ se debe ocupar preferentemente. Porque si bien las cuestiones ético-deontológicas a veces tienen esa imprecisión natural, mucho se complejizan cuando para ciertas reglas previstas en el CEJ -reglas sociales- por ejemplo la del “buen trato”, cuando se han consumado en el transcurso de una audiencia los extremos fácticos del mal trato, estarán imbricados en los momentos procesales cumplidos.
Frente a dichas circunstancias, en las cuales lo deontológico tiende a entreverarse con lo procesal, es en una gran cantidad de supuestos el carril de tránsito de lo ético judicial. También se advierte una fuerte ignorancia de quienes quieren hacer valer la existencia del comportamiento impropio.
Un defecto procesal no es, por rutina, un defecto ético, salvo situaciones especiales en las cuales el defecto demuestre simultáneamente una ignorancia tal que exteriorice una falta de dedicación y estudio de dicho juez.
Por ello, con sorpresa he conocido supuestos fácticos en los cuales la falta de deslinde de lo ético con lo procesal, o por ejemplo la deliberada confusión de lo uno con lo otro para motorizar una denuncia ética, en realidad pone de manifiesto una ignorancia vencible y por ello no dispensable.
Es tiempo ya de que los jueces presten otro tipo de atención a las virtudes judiciales, y también que abogados y ciudadanos que van a llevar adelante denuncias por fallas éticas sepan que su misma ignorancia ética allí expuesta será la causante de su inevitable deterioro frente al propio TEJ, como también frente a sus mismos colegas o conciudadanos.
Mientras ello ocurre y algunos hacen esfuerzos por tomar distancia de las ignorancias en las que están sumidos, otros también esperan el tiempo de las perplejidades, cuando no habrán de desaparecer las fallas éticas pero al menos habremos vencido la ignorancia sobre ellas.