Esta vez, como en muchas otras ocasiones, levantamos la voz –para unirla a la de millones de hombres y mujeres libres- con la intención de condenar a los dictadores que han ensangrentado América Latina en beneficio propio y de sus perversiones. La alzamos, también, en contra de la doble moral de una población que, silente, está presta a complacer los antojos de los tiranos.
Una muestra de ello es la ciega obediencia a la autoridad producto del terror. Así, leemos en nuestro añejo diccionario de Filosofía la ponderación excesiva de los méritos reales o ficticios de tamaños personajes y la “conversión del nombre de una personalidad histórica” en un tótem, un fetiche o un dios principal de una constelación de segunda categoría, que aspira a reemplazar la voluntad individual del hombre, no por la acción colectiva del pueblo “sino por los deseos y la voluntad unívoca de esos supuestos grandes hombres”. Todos heroicos caudillos militares vencedores de batallas inexistentes, héroes de pacotilla o ideólogos de mentalidad obtusa y abstrusa.
Marcos Pérez Jiménez, Anastasio Somoza, Rafael Leónidas Trujillo y Alfredo Stroessner, fueron quizás los más sanguinarios. Discutirlo es una tarea ociosa. Pusieron todos los recursos del poder a su omnímoda voluntad. Si la división de los poderes fue una ilusión; el sometimiento de la Justicia, una realidad. Los jueces debían jurar, como los encartados, por una fórmula que exaltaba las virtudes morales del Supremo.
Rafael Leónidas Trujillo, también conocido por los propios como El Benefactor, gobernó la República Dominicana durante 31 años. Fue responsable de la muerte de cincuenta mil opositores reales o imaginarios. A los que se deben sumar otros veinte mil, producto de un brote racista y xenófobo, en una noche de copas. En la ocasión, ordenó al ejército la erradicación masiva de la población de origen haitiano que residía en el territorio dominicano, particularmente en las fincas agrícolas situadas a lo largo de la frontera entre República Dominicana y Haití. Y reclamó, de paso, que la población entera demuestre su pureza racial.
Célebre es su discurso en el que anunció su decisión de blanquear la población dominicana. Sus representantes participaron en forma activa en la Conferencia de Evian –convocada por el presidente Franklin D. Roosevelt- donde se discutió la suerte de los judíos víctimas de las políticas discriminatorias del régimen nazi. Trujillo firmó un convenio por el cual la comunidad judía de Nueva York abonó un millón de dólares para que recibiera un fuerte contingente de refugiados franceses. El Benefactor, con la bolsa en su poder, permitió el ingreso de sólo 853 personas.
La inmigración española, protegida por un acuerdo suscripto con la República Española, primero, y con el Gobierno Español en el Exilio después, corrió igual suerte. Al gobierno dominicano sólo le importaban los aportes económicos. Pronto los españoles fueron recluídos en colonias agrícolas, describió Jesús de Galíndez en su libro La Era de Trujillo, publicado en 1956 en Santiago de Chile. Y no lograron afianzase “en gran parte porque sus integrantes no eran agricultores y menos aún adaptables al clima del trópico”. Muchos murieron de hambre sin la asistencia médica que debía garantizar el gobierno.
La megalomanía de Trujillo no tenía límites. Erigió en su honor más de 650 estatuas y 2.430 bustos. Ansiaba más honores. En 1959 mandó a que, en el sitio donde se levanta El Faro a Colón, que contiene la tumba del almirante en Santo Domingo, se construyera un conjunto arquitectónico para albergar la más grande estatua posible que inmortalicara su excelsa figura.
Es hora de que dejemos de lado esos pequeños detalles. El nuevo aniversario del asesinato de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal –Las Mariposas- a manos de la policía secreta, exige que seamos certeros en el uso de los conceptos. No fue sólo un asesinato político a pesar de las responsabilidades políticas de Minerva, vicepresidente del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, espacio donde convergieron resistentes de todo el arco ideológico junto a hombres y mujeres de buena voluntad hastiados de tanto cinismo, impudicia y desvergüenza.
La tragedia de Enrique Mirabal, su mujer y sus cuatro hijas Patria Mercedes, Bélgica Adela (Dedé) –que los sobrevive-, María Argentina Minerva y Antonia María Teresa, tiene otros condimentos.
Comenzó cuando el servicio secreto de Rafael Leónidas Trujillo, también conocido como El Jefe, El Generalísimo, El Chivo o El Chapita, avisó a la familia Mirabal que debía asistir a un baile organizado en honor del dictador. Apenas comenzó la fiesta, El Benefactor, valiente y decidido, encaminó sus pasos hacia donde se encontraba Minerva. Eran el punto de atención de todos, pero la dama, en forma abrupta, abandonó la escena. Había osado rechazar los galanteos de El Jefe.
Los once años siguientes fueron de terror. Encarcelamientos, violaciones y torturas. El servicio secreto, que proporcionaba hermosas mujeres al tirano, seguía a sol y a sombra a las hermanas Mirabal. El Chapita las quería muertas y la orden ya estaba cursada.
El 25 de noviembre de 1960 fueron detenidas e introducidas a empujones en un camión para llevarlas al lugar donde fueron brutalmente asesinadas a garrotazos y sus cadáveres introducidos en un jeep que terminó en el fondo de un precipicio, para simular un accidente en el que nadie creyó.