En ocasión de haberse celebrado el pasado 29 de agosto un nuevo aniversario del natalicio del ilustre jurista tucumano Juan B. Alberdi, en cuya memoria ha sido dispuesto el Día del Abogado, para rendir homenaje a ellos y a la abogacía como profesión quiero hacer una contribución desde la vinculación de la abogacía con la ética profesional, atento a que están irremediablemente vinculadas. A la vez, un juicio en perspectiva de la modernidad en esa profesión.
En función de ello, señalo algunos criterios que entendemos que corresponde atender para una profesión en la cual se conciten los desafíos del tiempo actual, junto con la fortaleza de lo más clásico e impertérrito que la abogacía posee: su ética.
Un signo de nuestro tiempo -ha indicado Zygmunt Bauman- es la fluidez o liquidez de las estructuras, acciones y sujetos. fenómeno éste que resulta predicable a la profesión de la abogacía. De allí que resulta un dato de la realidad por sí evidente la variación que la práctica abogadil ha tenido.
Dichos cambios -también hay que destacarlo- ocurren en gran modo debido a las variaciones de los entornos sociales en los cuales la profesión se cumple. Así, baste recordar los problemas por los cuales hoy se litiga. Si bien muchos de ellos son auténticamente clásicos, las fisonomías que hoy tienen son otras.
También son diferentes las actuales ansiedades de las personas que padecen los litigios, como igualmente no se pueden desconocer las modernas maneras como los jueces alcanzan el resultado sentencial, comprendiendo -en muchas ocasiones- el derecho bajo una materialidad diferente y no bajo las tradicionales formas rígidas que fueron dominantes desde los orígenes.
Ello así, porque el derecho mismo ha devenido en el presente a tener una suerte de realización plástica y dúctil y, por ello, se ha vuelto riesgoso para los abogados predecir profesionalmente resultados. Entonces, algunos de sus operadores consideran incluso que su ejercicio profesional no tiene otros límites que sus propios deseos: todo puede ser objeto de reclamo como un derecho.
La combinación más evidente de tal tesis la encontramos en el ejercicio de la autonomía que las personas hacen en torno a su corporeidad. El cuerpo se ha convertido en fuente jurígena.
Es innegable que la abogacía de los últimos 50 años ha tenido verdaderas mutaciones, aunque ellas se advierten formalizadas mayormente en los aspectos fenotípicos de la profesión antes que en las cuestiones genotípicas. Sin embargo, en este último nivel en menor medida también se han producido.
Las transformaciones fenotípicas que advertimos en dicho ciclo temporal las visualizamos al menos en que los abogados han perdido progresivamente los atributos de ser personas formales y de notable buen trato, como también poseedores de una mejor verba sustantiva y culta y no meramente retórica, como la de otros profesionales. Mas todo ello, según creemos, son sólo imposturas de menor entidad si miramos otros aspectos fenotípicos de la profesión, que paso a comentar.
El problema se complejiza cuando se hace foco en la manera como se ejercita la profesión y, por lo tanto, en su misma ontologicidad. Esto nos lleva a la búsqueda de la respuesta acerca de ¿por qué se litiga en modo tan hostil y agonal? Eso ninguna relación tiene con llevar adelante con fortaleza la defensa de los derechos del cliente hasta donde ello corresponde.
Nos consta que aquéllo, 40 años atrás, no era como actualmente. Se corresponde en algo con las transformaciones que del fenotipo hemos indicado antes, o la mutación se ubica a nivel de genotipo de los abogados, y por ello verdaderamente grave como una práctica profesional asumida.
Naturalmente, en donde primero debería responderse al interrogante es en el ámbito en el cual el genotipo abogadil es modelado: esto es, habría que mirar las facultades de Derecho.
Con tristeza hay que advertir de que, muchas veces, ellas no saben siquiera qué tipo de abogados están formando. Ignoran si el graduado es un abogado que habrá de tener una experticia principal en la litigación en sentido propio o, en su defecto, si estará más entrenado para el espacio empresarial y/o comercial. O si, por el contrario, las habilidades adquiridas pueden ser asociadas con la sola formación de teorías académicas y la ciencia del derecho.
Al volver al ejercicio de la litigación y visualizar en ello los aportes que para la práctica profesional se podrían presentar como algunos de los más clásicos registros históricos -y desde allí poder efectuar ponderaciones ético-profesionales-, mencionamos los siguientes modelos: i) la abogacía retórica de Gorgias de Leoncino; ii) la práctica profesional culta y humanista de Marco T. Cicerón; iii) la realización abogadil obstinada y nunca resignada de justicia de Voltaire; iv) el cultivo en el litigio del máximo respeto a la contraparte y de amigables tratos con los jueces de Piero Calamandrei, y, por último, v) asumir empoderamiento profesional mediante un ejercicio virtuoso expuesto -entre otros- por Eduardo Couture.
Pero aun si ello se pudiere cumplir, que es lo aspirable, creemos que tales ítemes hoy no agotan la forma de la práctica profesional. Correspondería agregar otros aspectos que creemos indispensables para una virtuosa y eficiente práctica profesional de la abogacía.
Así, enumeramos: 1) La necesaria adecuación constante de la práctica profesional al mundo tecnológico, para no sólo saber de los nuevos temas que se disputarán jurídicamente sino para que la práctica profesional sea más eficaz en el menor tiempo posible y con una mayor accesibilidad a todos. Así es como cuestiones tan novedosas como las relacionadas con la inteligencia artificial y también las plataformas sociales deberán ser especialmente atendidas. La primera, para profundizar en la mejora de la acción realizativa de la profesión, y la segunda para una mayor socialización de los derechos de los ciudadanos y de lo que la abogacía institucionalizada favorece a todos ellos.
2) Reconocer que la abogacía hoy no se ejercita sólo mediante los colectivos profesionales abogadiles sino comprender que se trata de una práctica profesional que involucra a actores con formaciones disciplinarias diferentes, para con ello mejor visualizar el fenómeno del derecho que, como tal, es multifactorial. Hoy la práctica de la abogacía debe ser considerada un punto de centralidad de un campo interdisciplinario y, por ello, la capacidad de esa apertura deberá ser cuidadosamente adquirida. Se debe mutar, entonces, del solipsismo profesional a la profesionalización con otros.
3) Los abogados en la práctica del litigio deben profundizar su actuación sobre los ejes de los modos abogadiles históricos, que de alguna forma han sido remozados no como retórica o tópica sino bajo la denominación de una teoría estándar de la argumentación jurídica y, por ello, no meramente circunscripta a modelos formales de corrección del razonamiento forense; esto es, con mayor argumentación de enunciados morales sobre la base de que el derecho cada vez tenderá a ser más razonable antes que justo.
4) Un ejercicio profesional en el que se puedan profundizar las dimensiones humanas y la función social que detrás de los pleitos existen, evitando así que el lucro, los honores y los reconocimientos de los abogados cobren una relevancia mayor que la cuestión antedicha. Con ello, la abogacía se habrá de inscribir en una práctica que cooperará en forma activa para la transformación de la realidad social en una mejor que la actual.
5) Asumir que habrán de existir personas que, habiendo estudiado la carrera de abogacía y que cuentan con su matrícula, formal y esencialmente no serán auténticamente abogados. Es verdadero y completo abogado quien tiene la vocación integral por serlo siempre. El abogado con vocación auténtica es aquél que -además de lo dicho- se sigue estremeciendo por la injusticia individual o social y quien se conduele por los infortunios de los derechos fundamentales de los demás.
Para concluir, agregamos: todos aquellos abogados que clausuran cada una de sus piezas procesales con la conocida iteración “Será Justicia”, pues para que no sea ella una mera apariencia y, por lo tanto, auténtica falsedad, debe tener el abogado en cuestión el convencimiento cabal, tal como lo tenía Rudolf Stammler, de que ésa es, al fin de cuentas, la estrella polar que guía y orienta la práctica social de la abogacía.
Son las nuevas generaciones de abogados -aquí sumo, por ser inevitablemente parte del mismo suelo, las noveles generaciones de jueces- las que tendrán que asumir el desafío de volver a las viejas y mejores glorias que la abogacía, tanto como profesión liberal o judicial, ha podido presentar con hidalguía en tantas ocasiones, aunque con las nuevas preocupaciones y herramientas que el tiempo actual impone.