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Historia antigua y moderna de la imputabilidad

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Por Luis R. Carranza Torres

La imputabilidad se refiere, conforme el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, a la “condición humana necesaria e imprescindible para ser sancionado. En el derecho penal, la imputabilidad hace referencia al elemento subjetivo del delito: la persona y sus derechos. En el ámbito del derecho canónico, se distingue la imputabilidad moral y la jurídica. Las fuentes de las que se deriva la imputabilidad jurídica son el dolo y la culpa”.

En la antigua Roma, conforme nos dice Theodor Momsen en su Derecho Penal Romano, la capacidad penal se adquiría, en principio, al llegar a la pubertad, 14 años en los varones y 12, en las mujeres, si bien ya en la ley de las XII Tablas se demostraba que la imputabilidad penal era considerada y resuelta como una cuestión de hecho, atendiendo a la capacidad de discernimiento y malicia que evidenciara el sujeto del caso. 

Al respecto, existían delitos como hacer pastar o cosechar en fundo ajeno o el furtum manifestum, donde era el pretor quien determinaba si un impúber debía o no ser castigado, si bien con una atemperación en la pena. 

Los glosadores y posglosadores distinguieron los tres períodos de la menor edad romanos, con alguna variante, si bien no se pronunciaron expresamente sobre la responsabilidad penal en dichas edades; por su parte, el derecho canónico estableció el límite mínimo de edad para exigir responsabilidad a los siete años; a partir de esta edad, era una cuestión apreciable en cada caso en concreto, con atenuantes, teniendo a partir de los 14 años plena responsabilidad sin distinguir sexo. 

Para Eugenio Cuello Calón en La infancia delincuente y abandonada en la antigua legislación penal española, aparecido en la Revista Penitenciaria II de 1905, en la legislación penal hispánica previa a las Partidas no existe una doctrina orgánica al respecto, contándose sólo con disposiciones aisladas, confusas y entremezcladas con otros temas en no pocos casos. 

Por ejemplo, en el Liber Iudiciorum hay sólo un fragmento en el que se declara no perseguibles a los menores de 10 años que leyeran libros que contuvieran doctrinas heréticas. En el Fuero Juzgo, la edad se elevaba a 12 años. 

Respecto del derecho foral, Juan Felipe Higuera Guimera, en Los antecedentes históricos de la minoría de edad penal, aparecido en la revista Actualidad Penal 33, de 2003, cita que en el Fuero de Brihuega parece establecerse el comienzo de la responsabilidad penal en los 10 años, mientras que en el Fuero de Ledesma se rebaja esta edad a los nueve años.

En las Partidas encontramos una ordenación sistemática de la minoría de edad penal, distinguiendo dos límites de edad, a saber: uno, para los delitos que afectan a la honestidad sexual, en donde la irresponsabilidad alcanza hasta los 14 años en el hombre y 12 en la mujer, y otro, para los demás delitos, en cuyo caso, la minoría de edad penal se sitúa en los 10 años y medio.

La dureza de las penas de los siglos XVI al XVIII respecto de menores infractores experimenta un cambio no menor durante el reinado de Carlos III, en que se impone una visión de “tratamiento educativo”, no pudiéndose imponer pena a menores de 16 años, pero teniendo como efecto que “estos aunque sean hijos de familia, serán apartados de la de sus padres que fuesen vagos y sin oficio y se les destinará á aprender alguno, ó se les colocará en hospicios ó casas de enseñanza”. En caso de tener familia con oficio, se disponía “que las justicias amonesten á los padres y cuiden de que éstos, si fueran pudientes, recojan á sus hijos é hijas vagos, les den educación conveniente, colocándolos con amo o maestro…”, debiendo los magistrados encargarse del asunto cuando fueran huérfanos. 

Por ello, en una relación oficial de las causas criminales habidas en Granada en el mes de julio de 1791, nos señala Francisco Tomás y Valiente en su obra El derecho penal de la monarquía absoluta (siglos XVI, XVII y XVIII), que encontramos el caso de un muchacho de 16 años condenado a ser “apercibido y entregado a sus padres” por la comisión de “obscenidades lujuriosas”; igual pena y destino recibe una chica de la misma edad por “escándalos de incontinencia”.

Luego de las reformas de Carlos III no existió en España hasta el primer Código Penal de 1822 ninguna norma relativa a jóvenes en conflicto con la ley penal, a pesar de diversos intentos codificadores como el Proyecto del Marqués de Ensenada, o el Anteproyecto de Lardizábal de 1777.

En dicho Código Penal de 1822 el menor de siete años estaba exento de responsabilidad penal; en la franja etaria de los mayores de siete y menores de 17 se exigía el análisis del discernimiento para decidir su capacidad criminal, en los siguientes términos: “…si el mayor de esta edad, pero que no haya cumplido la de 17, cometiere alguna acción que tenga el carácter de delito o culpa, se examinará y declarará previamente en el juicio si ha obrado o no con discernimiento y malicia según lo que resulte, y lo más o menos desarrolladas que estén sus facultades intelectuales…”. Conforme los artículos 24 y 25, cuando se hubiera actuado sin discernimiento y malicia no cabía pena alguna y en el supuesto de existir, se preveía una sanción atenuada. 

Obviamente, ya para entonces, a la fecha de sanción de dicho código, esta parte del mundo que habitamos ya no formaba parte de la corona española. Independientes desde 1816, nuestro naciente país siguió rigiéndose por la vieja legislación virreinal, por mucho tiempo más. Pero esa ya es otra parte de la historia.

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