La batalla contra el infortunio y la corrupción en América Latina es una tarea permanente. Son escasos los gobiernos que han cerrado el camino a la tentación del dinero por debajo de la mesa. Por Silverio E. Escudero.
“La única guerra legitima es aquella
que se declara a la miseria y la ignorancia.”
Hélder Câmara
En el trascurso de los últimos 50 años, los datos de la economía dan cuenta minuciosa del crecimiento exponencial de la miseria en las naciones de América Latina. Cifras que abruman y denuncian el abandono de los gobiernos y la sociedad de los que menos tienen, los pobres de toda pobreza. Estadística que, también, imputa a la República Argentina, que se halla entre los primeros países del Índice de Miseria del mundo.
Hemos visto desfilar a lo largo del tiempo a gobiernos de todos los colores, de todas las vertientes ideológicas, razón por la cual algún fiscal federal los debería haber hecho responsables y cómplices necesarios de abandono de personas y de genocidio, a pesar de sus discursos en procura de exculparse y acusar a otros de las causas de sus propias torpezas.
Los datos consignados en los estudios han inventariado los aspectos más sórdidos de la vida en este continente: hambre, analfabetismo, violaciones, falta de recursos, morbo-mortalidad infantil, escasas posibilidades de alcanzar niveles aceptables de vida y que permiten reconocer que el uno por ciento más rico del planeta es dueño de 48 por ciento de la riqueza del mundo.
La batalla es desigual. Es como si pretendiésemos desagotar el océano con una cucharita de café.
Sin embargo, el combate se da aun en condiciones desfavorables. Ahí están los ciclópeos esfuerzos que realizó Brasil durante los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, que sacaron de la pobreza extrema a más de 50 millones de seres humanos. Programa que atendió no sólo la pobreza urbana sino que llegó hasta los parajes más lejanos del país más grande de América Latina.
Programa que el resto de las naciones latinoamericanas fueron incapaces de emular escudadas en porfías ideológicas absurdas.
Los datos relevados son hechos concretos. Datos que asumimos la responsabilidad editorial de comentar pese a los ceños fruncidos de los funcionarios que por estos días trataron de ocultarlos, justificando su conducta en supuestas teorías conspirativas mientras suponen que el cronista pertenece a organizaciones políticas diversas que habitan a uno y otro lado de la grieta que divide tanto a la sociedad argentina como a la del resto del continente.
Nadie quiere asumir responsabilidades, compromisos personales y colectivos para -de ese modo- atacar las causas profundas que causan que millones de seres humanos vivan en condiciones infrahumanas en América Latina. Acción que no comienza y finaliza con vanos pedidos de perdón ni con la puesta en escena de los gobernantes que, aparentemente dolidos, “sobrevuelan” las zonas donde habita la tragedia. ¿Alguna vez se sinceraran y dirán que no están dispuestos a soportar el olor acre de la pobreza?
Recrear un sistema más justo de distribución de las riquezas, en el que el expolio sea sinónimo de corrupción, aparece como la solución posible.
Un sistema en el que las coimas y los negociados deben ser considerados delitos continuos e imprescriptibles y los bienes de los participes en tales delitos, más allá de su inhibición, sean decomisados y transferidos a un fondo solidario de lucha contra la miseria.
La batalla contra el infortunio y la corrupción en América Latina es una tarea permanente. Son escasos los gobiernos que han cerrado el camino a la tentación del dinero por debajo de la mesa. Perú es un ejemplo paradigmático. Sus cinco ex presidentes vivos están encartados; tienen algún tipo de problema con la justicia, incluido Alejando Toledo –quien se encuentra prófugo- a quien en su momento el establishment presentó como el nuevo modelo del político “moderno, audaz e incorruptible.”
Insistimos en un concepto. El verdadero compromiso en la batalla contra la miseria y la pobreza, por estos días, no está claro. Nadie sabe quién es capaz de asumirlo. No alcanzan discursos ni campañas publicitarias falaces que procuran apropiarse de las consignas y de los recursos la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) destinados al Programa Hambre Cero que instrumenta.
Nuestra generación conoció a verdaderos gladiadores que ocuparon la vanguardia en favor de los desangelados, de los abandonados del sistema. Muchos de los cuales terminaron asesinados por las dictaduras latinoamericanas o por gobiernos, que en su creencia de ser imprescindibles, no aceptan opiniones en contrario.
Dom Hélder Câmara, el mítico arzobispo de Recife y Olinda, fue uno de esos hombres cuyo compromiso sirvió para marcar a fuego el siglo XX.
Su vehemente defensa de los pobres y su lucha contra las desigualdades resonaron en todo el mundo y lo convirtieron en la voz que más temía la dictadura militar de Brasil que gobernó ese país durante 21 años, hasta 1985.
El “obispo rojo, comunista y subversivo” ganó esos galardones por su relación profunda con los humillados y perseguidos, con los desheredados de la Tierra, situación que hizo que se preguntara por qué “cuando doy de comer a un pobre, todos me dicen ‘santo’. Pero cuando pregunto por qué un pobre no tiene comida, todos me dicen ‘comunista”.
Su denuncia se amplificó cuando participó de la fundación del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo y orientó a los curas que asumieron su ministerio enmarcado en aquella “opción preferencial por los pobres” de la Teología de la Liberación.
Cámara impulsó la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam), donde escribió las páginas más valientes en los encuentros de Medellín y en Puebla, preguntándose “¿cómo vamos a derrochar grandes cantidades en la construcción de templos de piedra olvidando a Cristo vivo, presente en la persona de los pobres?”
Deberían haberle dado el Premio Nobel de la Paz como pretendían los participantes del Congreso de Jóvenes Obreros y Empleados Cristianos Alemanes. Pretensión que abortaron los diarios brasileños debido a que Câmara denuncio en París torturas a los presos políticos de la dictadura brasileña. Esos diarios lo llamaron “traidor”, “difamador” y “demagogo”.
El gobierno lo consideró un peligro público y vigiló atentamente cada uno de sus gestos y cada una de sus entrevistas. Y el Vaticano lo quería lejos, lo más lejos posible, tan lejos que le negó el capelo cardenalicio y amenazó con quitarle su diócesis.
“El pueblo lo adora. La gente se vuelca a él como a un padre que jamás rechaza, que recibe a cualquier hora del día y de la noche. Si no está en su casa de Recife, quiere decir que fue a visitar a un preso o a uno de esos desheredados que pululan en los tugurios donde la gente muere —de hambre — antes de llegar a los 40 años. Si no está en Recife, quiere decir que se ha ido de gira, a gritar su mensaje en Berlín, en Kyoto, en Detroit o en el Vaticano con los brazos elevados al cielo y los dedos tensos, como garras en busca de Dios”, se entusiasma Oriana Fallaci, la ácida periodista florentina.
Para corresponder a tanto elogio, Câmara se ocupó de la violencia, uno los problemas que más preocupa al hombre de este tiempo y dice: “Hay tres tipos de violencia. La primera, madre de todas las demás, es la violencia institucional, la que legaliza y perpetúa las dominaciones, las opresiones y las explotaciones, la que aplasta y cercena a millones de hombres en sus engranajes silenciosos y bien engrasados. La segunda es la violencia revolucionaria, que nace de la voluntad de abolir la primera. La tercera es la violencia represiva que tiene por objetivo asfixiar a la segunda haciéndose cómplice y auxiliar de la primera violencia, la que engendra todas las demás. No hay peor hipocresía que llamar violencia solo a la segunda, fingiendo olvidar la primera, que la hace nacer, y la tercera, que la mata”.