u Por Silverio E. Escudero
No sé a ciencia cierta cuándo ocurrió, cuándo lo escuché por primera vez. Quizás haya sido al calor de una de las tantas barricadas que pueblan la historia resistente de nuestra ciudad. O, tal vez, en la audacia de algún cantor de peñas que desafió ese enorme océano de zambas y chacareras que inundó nuestro tiempo de estudiantes.
Georges Brassens (GB), ese enorme francés desprolijo y de inmensos bigotones turcos, desde entonces -a pesar de su manifiesto fracaso- insiste en salvarnos de la hipocresía y la imbecilidad reinantes.
De los salvadores de la patria y de los revolucionarios de utilería que sólo buscan, al treparse a los escaños del Estado, preservarse a sí mismos pese a sus incendiarios discursos. De esa dirigencia venal que grita su solidaridad con los oprimidos y hambreados del mundo y corre a abrazarse a líderes fatuos de una revolución imaginaria. Una revolución hecha por y para millonarios que se escudan en los lumpemproletarios para hacer grandes negociados reivindicándolos -eso sí- como sujetos fundamentales de la historia.
Las canciones de Brassens han vencido la censura y el tiempo. Han trascendido los escenarios y se han transformado en himnos que encienden corazones. Representan la voz poderosa de la crítica que se levanta contra la injusticia.
Se imbrica en esa enorme tradición que nos llega de la mano de los goliardos que -desde las tinieblas de la Edad Media- evocan el drama de su tiempo. GB es uno de ellos.
El más grande cantautor francés, el padre de la trova anarquista de este tiempo: “el hombre que holló por primera vez los senderos de la canción de protesta mientras la Resistencia francesa combatía al nazismo y Europa se convertía en un gran campo de batalla.”
Cuando, allá por 1940, era obrero de Renault, encabezó una de las más importantes huelgas, exigiendo mejores condiciones de trabajo, que sufrió el régimen de Philippe Pétain, y los nazis pusieron precio a su cabeza. Fue trasladado a Alemania y obligado a trabajar bajo condiciones infrahumanas. Sistema de trabajo que, según los historiadores nazis de la Segunda Guerra Mundial, permitía un curioso régimen de vacaciones.
Para que los prisioneros pudieran gozarlo sin que el sistema laboral se desarticulara, debían dejar un amigo-rehén en su puesto de labor. Fácil es imaginar el clima de dudas, esperanzas, traiciones que sobrevolaba en tan diabólico método.
Brassens regresó a París tras su paso por el campo de trabajos forzados de Basdorf. Corría el año 1944. Nunca regresaría a Alemania.
Se escondió en la casa de Jeanne y a Marcel Planché. Personajes muy importantes en su vida y así se les habló de su amor o reconocimiento en algunas de sus canciones: La canne de Jeanne, en 1953 y, en 1955, Chanson pour l´Auvergnat.
La Segunda Guerra Mundial había concluido. Era ya un trágico recuerdo. Las tareas de reconstrucción comprometieron a todos.
Georges Brassens denunció la existencia -con protección de la iglesia Católica- de una ruta de las ratas, en la que participaban, como custodios, una sección de partisanos. La que llevó a los prófugos nazis a cruzar la línea de demarcación que dividía Francia, y pasaba por Lion, Greneble, Niza y Menton.
En 1946 comenzó la eterna disputa de GB con Charles de Gaulle, quien lo consideraba su enemigo personal. Eran tiempos de exacerbación de los nacionalismos y el patrioterismo; tiempos en que los antiguos colaboracionistas mudaban de ropaje y se transformaban en miembros de la policía y la gendarmería francesa, o encontraban refugio y protección en la Legión Extranjera.
La primera gran batalla con le général comenzó a librarse desde el momento mismo en que GB -el librepensador- colaboraró como columnista en la revista Le Libertaire.
Textos que bien vendría recuperar, como sus canciones, para fortalecer nuestra lucha contra la hipocresía, el militarismo y la religión. Tomó partido a favor de los pobres y desahuciados de la sociedad y en contra de las convenciones sociales que establecen gravosas diferencias entre los seres humanos.
En 1952, el gaullismo encabezó una brutal ofensiva en su contra. Logró que todas las dictaduras militares y gobiernos autoritarios del mundo se sumaran a la condena. La República Argentina, profundamente desorientada, fue escenario de una extraña coincidencia. El peronismo y la Revolución Libertadora ordenaron cerrar las fronteras a nuestro invitado semanal y prohibieron a sus acólitos el placer del disfrute.
El Partido Comunista Francés (PCF), envuelto en sus contradicciones, se sumó a la campaña de la derecha. Para justificarse afirmó que era hora de frenar a Brassens y sus punzantes pullas y denuncias contra de los excesos y crímenes del stalinismo y las invasiones soviéticas a Europa. Censura y prohibición fue la respuesta.
Un acuerdo del Comité Central decidió cerrar su paso hacia el Premio Nobel de Literatura. Utilizaron, para que no se vieran sus uñas, los buenos oficios de un cronista de Le Fígaro y editor jefe del diario ultracatólico La Croix, a quien le soplaron al oído un chisme: “Brassens nunca será Premio Nobel. No sabe siquiera habla ni cantar en inglés.”
Brassens es la canción hecha confidencia, le escribió a modo de despedida uno de sus fanáticos.
Una canción que se multiplicó en millones de gargantas y en la impronta de autores, poetas y cantores como Paco Ibáñez, Serrat, Sabina, Francis Cabrel, Carla Bruni, Lucio Dalla, Fabrizio de André, Georges Moustaki y el casi inolvidable Jacques Brel, entre muchos otros. Otros que, como Manuel Toharía -director científico del complejo Ciudad de las Artes y las Ciencias así como del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe de Valencia- que al comenzar uno de sus años académicos lo invitó a participar aunque sabía que “difícilmente se pueda hablar de una escuela Brassens, porque es una figura única, singular e irrepetible de la canción.”
No dejemos que nos cambien el humor. Nada es más estimulante que fastidiar a los poderosos y apretarles los cataplines. Ver como les cae aserrín de la cabeza.
Ya no es tiempo de chauvinistas ni de fundamentalistas. Tampoco de seños fruncidos. Es tiempo de escucharlo. ¡Sí! Es música ligera.
Tan ligera como profunda tu poesía. Una diestra mezcla de calidad superlativa.
En resumen, la sencillez de Georges Brassens, escribió con sabiduría Ramón Chao, lo convirtió en uno de los artistas más queridos del patrimonio cultural francés. “Su repertorio, impertinente más que provocador, dibuja un retrato sin piedad y tierno de sus contemporáneos. Todavía hoy sus canciones se encuentran en los repertorios de cantantes del mundo. Pregunte sobre polémicas que despiertan sus canciones: `Mantengo siempre lo que dije -fue su respuesta- y creo que mi canción ha sido ilustrada por hechos que se produjeron, sin duda´. Nos han abierto las puertas del mundo de las leyendas. Allí está él con su guitarra. Nuestra sonrisa es enorme y nuestro corazón pleno. Ya nada importa. Es noche de canciones, de voz en cuello y de reflexión para no perturbar el sueño de Georges Brassens. Ya nada importa, insistimos. Estamos todos los desobedientes del mundo. La derecha, con parafernalia militarista y sus matones, sabe que está derrotada, definitivamente derrotada porque es bueno quedarse en cama los días de fiesta.
Queda mucho que decir. Antes de irnos, querido Georges, mi querido hermano, prometo sobre estas letras -a la manera de los viejos anarquistas- visitar el cementerio de los pobres de Sète y, a manera de oración, musitar: “En mi pueblo sin pretensión tengo mala reputación/ haga lo que haga es igual todo lo consideran mal/ yo no pienso pues hacer ningún daño queriendo vivir fuera del rebaño/ no, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe/ todos, todos me miran mal/ salvo los ciegos, es natural (…)”