Los intentos de apropiación de la historia tienen, como las mentiras, patas cortas. Nacen de la soberbia de un grupo de aventureros y fanáticos convencidos de su capacidad de alterar el decurso del tiempo, falsificar hechos y desconocer pruebas objetivas. Tarea que no ha podido realizar ni el más poderoso de los dioses que el hombre ha creado, según sus necesidades.
Estamos, en verdad, frente a una conducta ingenua, revestida de un supuesto compromiso para con una idea política determinada que necesita, para lograr consolidar su aquiescencia social, la alteración de Cronos. Asumen como propios los mismos vicios que dicen combatir, pero no los mismos métodos que se aplicaban en el “Antiguo Régimen”.
No proponen nuevas indagaciones, nuevas preguntas. Se aferran a temas que las diversas vertientes de la historiografía, en apasionantes debates con un importante aporte documental, han saldado largamente. Y si, por algún extraño albur, lo hacen, no son genuinos. Se han acostumbrado a reflejarse en los espejos de los parques de diversiones; se convencen de que la ilusión que perciben es la realidad.
Como los “viejos intelectuales de solapa” necesitan vivir una ficción, su propia ficción. Son dogmáticos, expertos en la crítica al contrario, maestros de la difamación y carecen de la capacidad de autocrítica que reclaman a sus oponentes. Se apropian de temas en los que se creen expertos, no admiten opiniones de terceros a los que acusan de “cipayos”, sirvientes de alguna extraña corporación “antinacional”.
El escándalo que rodea el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego” confirma nuestra apreciación. No propuso, pese a su enorme presupuesto, ningún debate nuevo. Los débiles e inconsistentes guiones de Paka Paka fueron su mayor logro. Fue el escenario de un largo y tedioso desfile de vanidades como lo reconoció su propio mentor a la hora de pedir, formalmente, su disolución. “El Dorrego atraviesa una crisis muy grande, que es parte del proceso de desgaste de una institución por el paso del tiempo –dirá urbi et orbi Mario Pacho O’Donnell-, se han dejado de cumplir sus objetivos. No diría que fracasó porque hemos puesto en la superficie la batalla cultural. Diré que sufre un proceso de aburguesamiento, de achanchamiento.”
Esas refriegas palaciegas continúan con una virulencia sin límites. Los contendores no se dan cuartel. Llegan al agravio, a la descalificación moral. Reconocen su propia minusvalía. No se sienten capaces de pensar por sí mismos; dependen de la voluntad omnímoda de un tercero, que los somete al agobio de las internas partidarias. Ámbito que, nunca, entenderá las reglas del pensamiento autónomo ni de proyectos a largo plazo.
Así, al menos, lo reconoce Hernán Brienza en un artículo que titula “El Dorrego no se mancha”, cuando afirma: “Quienes integramos el Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego no hemos cumplido con las expectativas de la presidenta de la Nación. Incluso, le hemos llevado alguno que otro dolor de cabeza como los injustificables e innecesarios desafíos por parte de alguno de los miembros a la flamante ministra de Cultura, Teresa Parodi. Pretender cerrarlo, manu militari, es un acto de arrogancia. Sólo le corresponde, claro, a Cristina Fernández de Kirchner y sólo a ella hacer las modificaciones correspondientes para que el Instituto logre una acción funcional y acorde a las necesidades de estos tiempos. En mi opinión personal, creo que un necesario futuro liderazgo debería estar a cargo de alguien con la capacitación intelectual y académica necesaria para llevar adelante esa empresa. Seguramente, algún rector de las flamantes universidades nacionales del conurbano podría desempeñar un papel brillante. Pienso en Ernesto Villanueva o en Ana Jaramillo, por ejemplo, personas a las que respeto y admiro. Claro, en el caso de la rectora de Lanús, yo me vería en la obligación de renunciar al Instituto, no por ella, claro, sino por algunos de sus mezquinos laderos, pero, eso no sería ningún problema ya que considero al Dorrego más importante que mi vanidad personal.
No me interesan las internas palaciegas, no antepongo los intereses económicos por sobre los políticos, no antepongo las especulaciones políticas por sobre el trabajo intelectual. Avisé en forma privada sobre esta situación hace unos meses. Ahora lo hago público, ya que no tengo interlocutores válidos ni siquiera ante la ministra de Cultura. Y no me interesa perder ni ganar nada. El Dorrego no se mancha. Y si se manchó, debería ser limpiado.”
No son historiadores. Son meros funcionarios que han asumido el rol de divulgadores. Saben poco y nada historia. Escasamente hacen algunos palotes. La pregunta que surge, tras una lectura consustanciada de sus trabajos, es si su grado de desconocimiento tan proverbial es consecuencia de ocultar información clave en forma deliberada o han sido blanco de un complot pergeñado por los agentes de Caos. Carecen de método de investigación, eligen hacer lo que reprochamos a diario en los colegios: copiar y pegar ideas ajenas. Repiten a historiadores que tampoco analizaron las fuentes, con lo que el resultado es, aún más, errático, impreciso.
Créaseme, después de 40 años de fatigar repositorios, nunca nadie los ha visto trabajar en bibliotecas, hemerotecas y archivos. Huyen de la lectura, revisión y sistematización de cientos de miles de documentos que conforman nuestro acervo, materia prima esencial de la historia, la verdadera historia.