Todos los días las noticias nos sacuden hasta los huesos comunicando la muerte de mujeres a manos de sus parejas. A veces incluyen la muerte de los hijos de ambos. Otras, los hijos o familiares de la mujer. No ahorran detalles escabrosos. En muchos casos la noticia se completa con el suicidio del agresor. El efecto que el hecho genera parece ser eso: un sacudón que, superado en poco tiempo, nos permite seguir la actividad propia -que creemos alejada de esa realidad violenta-.
Periódicamente se publican informes y estadísticas: se discute si siempre existió, si se incrementó, si ahora se difunde más aquello que ocurre desde los albores de la humanidad y se apela a los números. Entonces, cada una de esas vidas, con sus historias y proyectos, queda reducida a un número: “Diez femicidios en la zona en un período de seis meses”,
“Muere una mujer cada treinta y seis horas”, “Un nuevo cadáver del sexo femenino abusado sin identificar”, etcétera.
Números. La ciencia perfecta de los números. Los números son bellos, maravillosos y perfectos. Sin emociones. Sin connotaciones. Exactos. A veces, según quien dirige la estadística. Para aquella que muere ese número es el todo. Deberemos hablar de mujeres, lisa y llanamente: de mujeres muertas; de seres humanos con derechos, erradicando la apelación al número que la diluye en una noticia más. Ponerle un nombre, un rostro, una edad, una historia para que cada miembro de la sociedad pueda hacer una proyección y pensarse como víctima, o familiar de la víctima, o pariente del victimario, o amigo… cada mujer que muere tiene los mismos vínculos afectivos que aquellos que se creen exentos de semejante tragedia.
¿Sabe la sociedad de qué se trata esta nueva figura delictiva llamada femicidio o feminicidio? ¿Cree que se trata de femicidio sólo porque quien muere es mujer? ¿Recuerda que la figura se crea después de la muerte con terrible sufrimiento de Wanda Taddei?
¿Alguien puede pensar serenamente que la persona que dice amar, proteger, promover a su pareja pueda quemarla viva? Pensamos que nadie reflexiona acerca de esta cruel paradoja. Eso es el femicidio: la muerte causada por quienes debieron amar, o dijeron amar, o no supieron amar.
¿Nos preguntamos por qué mueren esas mujeres? ¿Tratamos de entender a sus victimarios, que en muchos casos también terminan con sus vidas? ¿Será parte de la respuesta la escalofriante frase pronunciada por un femicida de su familia que dijo “no se callaban”?
¿Pretenderán borrarlas de la historia personal y colectiva com o quien baja un cuadro o rompe una foto?
Esas voces de mujeres silenciadas con el manto de la muerte… ¿A quién dejan de representar? ¿Quiénes las buscan en el silencio?
¿Es que no somos conscientes de que esas voces faltan a su familia y faltan a la sociedad y a cada uno de los que somos miembros? ¿De que esas tragedias familiares nos atraviesan de modo transversal como sociedad, con consecuencias tremendas en las generaciones sobrevivientes? ¿Son esas voces silenciadas herederas de aquellas enterradas vivas junto a sus cónyuges en la antigüedad? ¿O de aquellos actores que acudían a máscaras y disfraces para representar roles femeninos porque las damas no podían subir a las tablas? ¿O de aquellas devotas que no pueden administrar sacramentos, aunque así lo deseen porque la Iglesia dispone que sólo los hombres son dignos? ¿O tal vez el absurdo de impedir el rezo judío si no se reúne el número necesario de diez hombres aunque haya mujeres, porque ellas son impuras?
¿Serán sus antecesoras las actuales víctimas de mutilación y lapidación de los credos extremos? ¿Subyace ese estigma que impedía que subieran a los barcos o bajaran a las minas porque son portadoras de los males? Aparece como un razonamiento excesivo pensar que la sociedad quiere mujeres invisibles, silenciosas, sumisas -como recomendaba el franquismo en su época de gloria-. Tal vez no las quiera pero es probable que las prefiera invisibles.
Negar a las mujeres es un modo de negar los hogares monoparentales donde las mujeres son jefas de hogar, crian a sus hijos sin trabajo formal, sin estabilidad y sin padre asumiendo el rol que natural y legalmente le compete. Negarlas es negar el abandono del rol paterno que elude las obligaciones y defecciona en su masculinidad. Negarlas es no asumir la explotación que el trabajo doméstico hace en forma cotidiana sosteniendo un trabajo informal sin seguridad social de ninguna índole. Y negarlas es negar a esa infancia librada a su suerte escasa cuando la madre sola trabaja para sobrevivir.
Reaccionar con eufemismos frente a la muerte de estas mujeres conlleva admitir que esos niños huérfanos son responsabilidad de terceros, que su destino no es un problema social sino familiar. ¿Acaso el femicidio no constituye el modo más explícito y rústico de invisibilizar a la mujer?¿Son esos femicidas los que se transforman en brazo ejecutor de una sociedad que ha procurado invisibilizar a las mujeres que con inteligencia y responsabilidad, irreverencia e insolencia, se atrevieron a pensar y elaborar utopías, a organizarse y luchar por ellas?
Es tiempo de esclarecer que las voces de las mujeres víctimas de femicidio nos faltan a todos y cada uno. También es hora de un repudio total, absoluto y expreso de la actitud violenta que conduce en muchos casos al femicidio, erradicando el lamentable humor que socialmente se aplica como modo de enervar una realidad desgarradora. Para eso es necesario que las voces femeninas sean valiosas, que gocen de respeto para expresarse, que las mujeres no deban librar batallas infinitas para ser reconocidas en su condición de ser humano y sujeto de derechos.
Es indispensable también eliminar el doble estándar social de condenar al prosaico que quita la vida de una mujer y celebrar al ilustrado que cercena el crecimiento de otras mujeres. La sociedad será equilibrada y armoniosa si hombres y mujeres pueden desarrollar su máximo potencial en un marco de absoluto respeto mutuo.
(*) Abogada. Ensayista.